Entre broma y en serio, hay quienes quisieran que, de ser posible, Francisco Sagasti se hubiera quedado en la presidencia de la República. No faltarían los cabezas calientes de siempre, los que no les gusta ni chicha ni limonada, que le tuvieron por caviar, como si este estereotipo huachafo fuera ofensivo.

Los caviares fueron el enemigo que se inventó la derecha cuando el terrorismo y la violencia desacreditaron a la izquierda desunida y el comunismo se derrumbó. Lo mismo le decían a Valentín Paniagua. Sagasti ha vuelto a demostrarnos que el azar, las circunstancias, accidentes y casualidades de la vida suelen elegir mejor que el electorado peruano.

Sagasti deja la presidencia con mayor aprobación que otros presidentes de ingrata recordación, si es que no de un futuro carcelario. Pienso que, entre muchas otras cualidades que pueda poseer, lo más importante ha sido contagiar tranquilidad al país asaltado por las hordas de la barbarie electoral. Ha sido una administración previsible, de aquellas que no te salen con sorpresas de un momento a otro. Creo que en estos tiempos en el país y el mundo, alejar la incertidumbre se debe apreciar como un valor.

Los irascibles nunca serán buenos consejeros ni tomarán las decisiones más convenientes. Los extremos de las ideologías solo conducen a la violencia, a profundizar las diferencias, a ver sólo enemigos entre quienes no comparten su mismo modo de pensar. Francisco Sagasti supo darle un poco de moderación a estos meses en los cuales reinó la incertidumbre y el conflicto en las redes sociales, los grandes medios de comunicación y en las calles.

Una imagen que guardaremos del bicentenario de la independencia será la de estos dos hombres, Francisco Sagasti transfiriendo la presidencia a un Pedro Castillo que ojalá quiera y pueda ponerse a su altura y superarlo.