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Las recientes imágenes en Pakistán que registran el momento en que un policía abofetea con ferocidad a una periodista que ponía al descubierto ante las cámaras de televisión las enormes deficiencias en la atención en una oficina registral, no solo se han hechos virales por su impacto sino porque revelan el infravalor de la mujer en este país asiático, uno de los más violentos de la región y del mundo, y donde ser mujer es una desgracia completa. Es vox pópuli entre los círculos defensores de los derechos humanos en el mundo que la mujer en Pakistán cuenta con un solo derecho, y es el de nacer. Una vez venida al mundo, sus derechos prácticamente acabaron de por vida. Así como me lee. Las mujeres no son dueñas de su propio destino, por lo que no tienen un proyecto de vida planeado por ellas mismas. En una sociedad tremendamente patriarcal y machista, su destino es una desventura total. La gran mayoría de las niñas de zonas rurales o tribales no van al colegio; si no, miremos el caso de Malala Yousafzai, la joven activista Premio Nobel de la Paz 2014, que por ir a la escuela casi muere a manos de los extremistas islámicos. La realidad es que solo una de cada 10 mujeres de esas áreas sabe leer y escribir, y en las ciudades no llegan siquiera al 25% de la población de 189.1 millones de habitantes -el sexto país más numeroso del mundo-, y donde las mujeres son el 48.9% de la población total. En Pakistán, la mujer solo es útil para dos cosas: las tareas domésticas en su carácter totalmente servil hacia el padre, esposo o hermano, y traer hijos al mundo. Sus aspiraciones para progresar en la vida son prácticamente nulas. La mujer no es apreciada en su estado de naturaleza por el hombre que la maltrata en su errada y convencida idea de que lo hace por derecho propio o por honor, y sin ningún remordimiento. Si ha sido violada -según la ley de ese país, dentro del matrimonio no es un delito-, termina siendo condenada por adúltera. Una realidad muy penosa.