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A inicios de la década del 2000, y después de descubierta la magnitud de la corrupción alcanzada, llegó al poder un grupo de notables que lo hacían investidos como la “reserva moral” del país que llegaba a sacarnos del hoyo y elevarnos a la condición que como sociedad merecíamos. Venían con el logro de haber recuperado la democracia, lavado banderas y embasurado ministros. Con la ética por emblema, nos ofrecieron un país mejor. Controlaron instituciones, presupuesto público, hicieron y deshicieron a su antojo. Fueron años de investigaciones, acusaciones y procesos. Se sostuvo además que esta, la corrupción, había llegado al Perú en los noventa. Ni antes, ni después. Y claro, bastaba dar una vuelta por los libros de historia para saber que eso no era cierto. Pero no era correcto decirlo en voz alta.

La “reserva moral” no cumplió. Lo que debió haber sido el inicio de la construcción de instituciones democráticas sólidas no lo fue, aunque en el papel quieran decirnos lo contrario. Y es que la corrupción en el Perú es endémica y nuestra tolerancia a ella, demasiado alta. Y ya desde muy temprano, la “reserva moral” mostró que venía cargada de intereses privados, de repartija, y acuerdos bajo la mesa que abrían paso a puestos internacionales. Demasiadas condecoraciones para ser verdad. Pero hubo quienes se hicieron de la vista gorda y estábamos en plena ola de crecimiento económico y la carne es débil...

El fujimorismo, como dice J.J. Garrido, implementó un “esquema de corrupción organizado, centralizado, que incluía comprar a los estamentos institucionales y empresariales, y acallar a las élites democráticas del país”. Pero seamos claros, ellos se dejaron comprar, acallar y hasta negociaron el precio. Las élites, por cierto, siguen aquí, con nuevas corbatas Hermes y aura de tarea cumplida. Hay quienes celebran que esta vez la corrupción no alcance al fujimorismo. ¿Qué es lo que habría que celebrar? ¿Que la miseria y la corrupción no tienen militancia partidaria? ¿Que la mierda nos alcanza a todos? Hasta la “reserva moral” que nos prometió un país más justo. La corrupción erosiona la legitimidad de la democracia y la confianza en las instituciones políticas, lo que debilita la gobernabilidad. Lava Jato traerá pruebas de lo que ya sabemos: los sistemas de corrupción están instalados en todos los estamentos del Estado, pero también en el sector privado. Y no solo en las empresas brasileñas, porque para que haya un corrupto, necesariamente debe haber un corruptor, de saco y corbata.

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