Vaya que Quentin Tarantino es un cineasta para la discusión. A nadie debe llamarle la atención que su nueva película, “Los 8 más odiados” (The hateful eight), sea objeto de opiniones tan encontradas. Por un lado, aquellos que están absolutamente convencidos de que se trata de una obra maestra, a la que no le falta ni le sobra nada, buscando incluso interpretaciones que seguramente ni el propio realizador se las ha imaginado. Por el otro, quisquillosos detractores que no le perdonan ni un solo exabrupto y rechazan de plano la obra.

Ni lo uno, ni lo otro. Lo cierto es que el relato provoca sentimientos encontrados. Ya desde que Tarantino alcanzo su pico más alto con las dos partes de “Kill Bill” (2003-2004), empezó a hablarse de sus excesos. Y precisamente a partir de “Bastardos sin gloria” (2009) y “Django sin cadenas” (2012) comenzamos a notar en mayor medida ese gusto tan suyo por la desproporción, por el -injustificado- metraje excesivo, por situaciones o efectos gratuitos, grotescos.

Algunos dirán que a Tarantino siempre le fascinaron los excesos. Seguro, pero solía controlarlos mejor. Por ejemplo, “Jackie Brown” (1997) es un estupendo relato criminal, con diálogos magníficos, en el que todos los mecanismos de la intriga están perfectamente sustentados. No ocurre lo mismo en “Los 8 más odiados”.

La esperada nueva realización del hábil Quentin Tarantino es un western atípico, en realidad una película atípica dentro del mainstream actual de Hollywood. El hecho de haberla rodado en Ultra Panavision y 70 mm, un formato panorámico en desuso que alcanzó su mayor popularidad en la primera mitad de los años 60, ratifica la vocación nostálgica del director por el cine de otros tiempos, pero también la carta blanca que le han dado desde siempre los productores -y hermanos- Weinstein para hacer lo que le da la gana.

INSÓLITA 'PIEZA DE CÁMARA'. Así, “Los 8 más odiados” combina los amplios exteriores habituales del western con una insólita 'pieza de cámara' que, luciendo por momentos muy teatral, tiene el suficiente aire para respirar con fuerza durante la mayor parte del extenso relato, ambientado pocos años después de la Guerra de Secesión. La acción se concentra fundamentalmente en el interior de una posada en medio de la agreste geografía de Wyoming azotada por una tormenta de nieve.

El lugar se convierte en una suerte de refugio para un peculiar grupo de viajeros. El implacable cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) que lleva detenida a la peligrosa criminal Daisy Domergue (Jason Leigh), el mayor Marquis Warren (Samuel L.Jackson), antiguo soldado de la Unión convertido también en cazador de forajidos; el renegado sureño Chris Mannix (Walton Goggins) que afirma ser el sheriff de la localidad de Red Rock, el general confederado Smithers (Bruce Dern), un mexicano que responde al nombre de Bob (Demián Bichir), el supuesto verdugo Oswaldo Mobray (Tim Roth) y un misterioso vaquero llamado Joe Gage (Madsen).

Todos ellos personajes que remiten a estereotipos no solo del western clásico, sino de la vertiente 'spaguetti' italiana que tanto le fascina a Tarantino. A través de unos diálogos muy elaborados, por momentos quizás demasiado calculados, la narración va fluyendo entre las paredes de la estancia revelando de a pocos las varias aristas de una intriga en la que las apariencias engañan y contiene unas cuantas sorpresas típicas de su autor.

Lo más interesante, como siempre en el cine de Tarantino, es su capacidad para trabajar los espacios, tanto en escenarios abiertos como en los cerrados; para mover a los personajes y desarrollar sus motivaciones, en ciertos casos con detalles mínimos. Por ejemplo, el tema de la carta del presidente Lincoln al mayor Marquis Warren, que conmueve a John Ruth en la diligencia y sugiere una probable correspondencia entre el mandatario y el ex militar, posee un inobjetable lirismo que el cineasta rubrica en el plano final, donde el incrédulo Chris Mannix solicita la misiva a Marquis Warren.

LA TENTACIÓN DEL EXHIBICIONISMO. Sin embargo y a pesar de secuencias brillantemente concebidas (el inicio con la diligencia en medio del paisaje nevado al compás de la estupenda música del italiano Ennio Morricone), y una elaboración más o menos prolija de los acontecimientos en los primeros tres capítulos, el realizador cede a la tentación del exhibicionismo más autocomplaciente en el cuarto segmento. Aquí, como ya es costumbre en él, asistimos a la premeditada recomposición cronológica de su relato, donde no importa tanto su reflexión sobre las taras de la sociedad norteamericana como sí su visión de las peores miserias humanas.

El salvajismo más extremo y la sangre a borbotones son el corolario de una divertida pesquisa criminal con ecos de Agatha Christie, en la que todos pierden, sentenciados por el propio Tarantino a un terrible desenlace. Si la conclusión no resulta tan satisfactoria o convincente como en otras películas de Tarantino, el acabado técnico sí es deslumbrante, destacando sobre todo la muy trabajada fotografía de Robert Richardson, colaborador de Quentin desde “Kill Bill”.

Los actores, marionetas con las que Tarantino también hace lo que quiere, destacan cada uno en sus respectivos personajes. Principalmente el veterano Kurt Russell y el siempre eficaz Samuel L. Jackson, cuyo único demérito es ese alargado y pueril flashback en el que humilla al hijo del viejo general Smithers. Quien se lleva las palmas, empero, es Jennifer Jason Leigh. Su demencial caracterización de la asesina Daisy Domergue, uno de los más repugnantes personajes femeninos que hayamos visto en mucho tiempo, es sencillamente notable.

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