Además de ser investigados por corrupción, ¿qué tienen en común Pedro Castillo y Alejandro Toledo, que pronto estarán respirando el mismo aire en el penal de Barbadillo? Un detalle bien marcado y que fue su caballito de batalla para llegar a Palacio de Gobierno: creerse la “excepción”. 

El primero, repitiendo a cada rato que era el pobrecito maestro de escuela rural, además de rondero, aunque las rondas campesinas aseguraron que nunca fue parte de sus filas. Y el segundo, autodefinido como el cholo (“sano y sagrado”, según su esposa Eliane Karp) que logró alzar vuelo y estudiar en Stanford.    

Se espera, entonces, que la lección esté aprendida y la pongamos en práctica en la próxima ocasión que vayamos a las ánforas. Basta ya de darle cabida a este tipo de aventureros que con el cuento de la reivindicación social se instalan en el poder y luego el país paga los platos rotos. A Toledo se le acusa de recibir coimas superiores a los 30 millones de dólares y Castillo tuvo como única política gubernamental el robo, según el presupuesto fiscal.

No se puede soslayar la preocupación del electorado de que el mercado de candidatos casi no se ha movido, tenemos más de lo mismo, y, ciertamente, la universidad, el empresariado y los tótems del emprendimiento deberían empezar a ensayar respuestas confiables. Los partidos políticos utilizan el financiamiento público para cualquier cosa, menos en la formación de líderes.

La elección del supuesto mal menor nunca ha sido una buena decisión. Toledo y Castillo son la mejor prueba de ello, amén de otros mandatarios que también resultaron un fiasco y están en la colada de la decepción.    




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