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Los deportistas, cuando son trascendentes, ingresan a las páginas de la historia de sus pueblos para ser perennizados en el orgullo nacional. Ese es el caso del más grande de la historia del boxeo estadounidense y mundial: Muhammad Ali, que acaba de morir (74). Y aunque no soy Kike Pérez ni pretendo serlo, creo no equivocarme al afirmar que fue perfecto dentro del ring. Tuvo un estilo único y finísimo para pelear, lo que asociado a su gran potencia sin ningún problema terminaba por liquidar a sus contrincantes. Nunca fue un boxeador de choque. Al contrario, cada vez que estaba en el cuadrilátero relievaba por su innato carácter de dribleador y hasta bailaba provocando desenfreno en el rival, llevándolo a la desesperación. Nadie lo alcanzó en su dimensión deportiva y quizá el único que aprendió de él la versatilidad de su movimiento fue Sugar Ray Leonard, pero este jamás lo pudo igualar. Pero Ali no solo fue grande con los puños. Se convirtió en un ícono de su propia raza, a la que defendió apasionadamente contra el racismo en su país, convirtiéndose en un activista sin proponérselo. Su autoridad moral tuvo un peso psicológico extraordinario. En plena Guerra Fría, condenó sin vacilación la Guerra de Vietnam y se opuso frontalmente al servicio militar obligatorio. Su afamada actuación deportiva fue extrapolada a la defensa de los derechos humanos en el planeta. Ali fue completo, y aunque más de uno dirá que el ser humano no es perfecto, lo que también suscribo, Ali lo fue en lo suyo. Adorado y odiado, muchos quisieron emularlo sin conseguirlo. Y lo más trascedente: su actitud dentro y fuera del tabladillo fue notoriamente pacífica y llena de convicciones sociales hasta el final de su vida, apagada ayer. 

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