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Hace dos años y medio, escribía mi primera columna en este diario. Se llamó “Cosas de chicos” y, en el contexto de una reciente marcha en contra de la supuesta “ideología de género”, usaba los casos de Valentina Shevchenko -varias veces campeona mundial de muay thai- y de las agentes policiales María Elizabeth Hinostroza y Ángela García -primeras mujeres con el grado de general- como ejemplos de lo importante que resulta romper con los estereotipos de género.

La siguiente semana escribí “Sanos y sagrados”, sobre cómo en nuestro país cada cierto tiempo aparece un mesías de la democracia, adorado por una población harta de la corrupción; pero que termina, casi ineludiblemente, decepcionándonos.

Actualmente, la discusión en torno al enfoque de género es igual o más agresiva. Por otro lado, aún hoy seguimos adorando a ciertos personajes (José Domingo Pérez y Martín Vizcarra, por usar ejemplos de moda), a pesar de las enseñanzas de la experiencia.

Tanto el debate sobre el enfoque de género como nuestra tendencia a idolatrar a supuestos salvadores de la democracia tienen algo en común: ambos reflejan cómo las discusiones en nuestro país se han tornado maniqueas y polarizadas.

Esta agresiva división entre posturas, donde cualquier tono de gris es ofensivo, responde a un proceso ampliamente estudiado por la psicología social: las sociedades se dividen en “tribus” políticas, donde todo aquel que no pertenece a la nuestra es percibido como una amenaza.

Luego de analizar 11 países con democracias polarizadas, el estudio “Polarización y crisis global de la democracia” (McCoy, Rahman y Somer, 2018) encontró que los líderes políticos, estratégicamente, señalan a sus oponentes como inmorales o corruptos, creando la falsa dicotomía de “nosotros” versus “ellos”. Así, cada tribu concibe a la otra como un peligro para la nación, y el miedo a “los otros” nos lleva a tolerar comportamientos poco democráticos para combatirlos. Un fenómeno que, además, se intensifica como una vorágine en la era de las redes sociales.

Más de dos años después, me pregunto: ¿Hasta cuándo continuaremos sirviendo de carnada a los políticos que, mediante la retórica, exacerban nuestros miedos y nos dividen? Romper con la polarización, tan antidemocrática como dañina, está únicamente en nosotros.

*Mi más profundo agradecimiento a Iván Slocovich y al diario Correo por la confianza depositada. Con esta columna, me despido de este espacio.

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