El fiscal Pablo Sánchez no quiere compartir con el Congreso los avances del caso Odebrecht. De un lado, resguarda la autonomía del Ministerio Público y hace que la investigación no caiga en lo que podría ser un circo. Pero si el fiscal se pone hermético con los peruanos que califican para un proceso judicial, conforme se vaya decantando el asunto en Brasil, se corre el riesgo de embarrar a perro, pericote y gato con el sambenito de “probable” o “presunto” implicado.

Mal hace el fujimorismo en querer apoderarse del ventilador. Ello quizá obedezca a un reflejo instantáneo al mal recuerdo del 2000, tras la caída de Alberto Fujimori. Ciertamente, entonces, con el solo dicho de colaboradores eficaces, como Matilde Pinchi, se allanaron casas y se apresó desde sospechosos hasta auténticos crápulas. Cayeron por costales, pero hubo algunos que la justicia absolvió por falta de pruebas, según denunció por entonces el mismo fujimorismo que hoy, pese a aquella experiencia, no quiere títere sin cabeza.

Bastó que el procurador Amado Enco dijera que Toledo merece la prisión preventiva, para que el expresidente se marchara del país. El pedido de Enco cayó en saco roto; nadie se inmutó al ver que Toledo nos volvió engañar diciendo que tenía asuntos pendientes en Stanford, pese a que esta universidad dijo que no lo reclamaba en sus claustros. Ni chicha ni limonada. Seguimos necesitando un sistema anticorrupción articulado entre todas las instituciones, y urge que todo aquel que se enroló al engranaje sucio de Odebrecht comparezca ante los tribunales. Ni caza de brujas, ni velocidad de tortuga.

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