Francisco Távara, titular del JNE, ha vuelto a insistir ante el Congreso con la necesaria reforma de la ley de partidos políticos, especialmente en lo que se refiere a su financiamiento en el afán de poner vallas más altas al ingreso del dinero del crimen organizado (narcotráfico, lavado de activos, minería ilegal, entre otros).

Esta medida supondría, según Távara, un costo presupuestal de 12 millones de soles y, entre otras cosas, fijaría un cuadro de sanciones para los partidos que incumplan con la norma, que obliga, por supuesto, a bancarizar los ingresos y egresos de las entidades políticas y, por ende, haría factible la fiscalización a las respectivas fuentes de financiamiento.

Pues todo eso está muy bien. El tema de fondo, no obstante, va por el lado de si el cambio propuesto es suficiente para ir acercándonos progresivamente a un sistema de partidos que funcione mínimamente bien, es decir, como reales vehículos de intermediación de la población con el poder.

La reforma política es el típico caso en el que el éxito, en buena cuenta, depende de lo integral de la misma. No hay manera de encararla con éxito parcelando las soluciones sino haciendo que cada problemática, cada rubro, cada modificatoria, cada parte, converse con el conjunto.

Y si bien el tema del financiamiento es crucial, no lo es menos asegurar -como mínimo- que las normas de funcionamiento de los partidos y los mecanismos de democracia interna no solo sean cumplidos sino realmente supervisados y controlados por las entidades electorales a nivel nacional. Hoy no existe ni lo uno ni lo otro.

Hace buen rato que la reforma política se cae de madura; pero bien haríamos en darle una mirada en conjunto y no segmentada, como hasta ahora.