Mi primera vez en planilla fue a los 32 años: la competencia me lanzó una tentadora oferta y mi jefe me convenció de rechazarla a cambio de un aumento, al que añadí mi pedido para ser reconocido como trabajador de la empresa. Hasta entonces, por años, yo emitía recibos por honorarios. Y sin que nadie me obligara, por supuesto. Tiempo después vi cómo varios colegas cobraban por planilla un sueldo y recibían aparte, solapa nomás, la diferencia por cada “aumento” que conseguían. Había que ponerse la camiseta, repetía el dueño, porque los costos laborales lo “estaban asfixiando”. Y allí tampoco nadie te obligaba. Como se dice ahora, era voluntario.
Creo que este recorrido me da cierto piso para opinar, luego de leer la Ley del nuevo régimen laboral juvenil, que la norma tiene puntos muy positivos para un muchacho(a) que empieza a trabajar entre los 18 y 24. ¡Ya hubiera querido yo 15 días de vacaciones pagadas al año (no tenía ni uno) o un horario máximo de 48 horas semanales! ¡Y seguro de salud o capacitación, por supuesto!
Sin embargo, habría que ser muy obtuso para no entender que el problema principal radica en que mientras la capacidad de fiscalizar el cumplimiento de la legislación laboral sea un chiste -¡como es ahora!-, los temores de muchos jóvenes y sus allegados están plenamente justificados. Porque a mí también me avisaban, cuando emitía recibos, para no aparecerme por mi oficina porque ya se sabía que, ese día, habría inspección laboral “sorpresa”. Entonces, si hoy se mantienen las condiciones para que cualquier empresario abuse -no todos, por supuesto, pero muchos sí- y le saque la vuelta a la ley (por más negativa en la propia norma, del ministro Alonso Segura y sus voceros, y del presidente de la Confiep), la desconfianza se mantiene y está muy lejos de ceder. Y más cuando no se exhiben indicadores que respalden los estimados del Gobierno sobre nuevos empleos.
La pareja presidencial debería entender que si bien es positivo tener tecnócratas calificados en el gabinete, es mejor contar con políticos capaces de actuar con inteligencia y persuadir a la gente. ¡Y vaya que les hacen falta!