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Una vez más el papa Francisco da la hora en el seno de la Iglesia. En un reciente encuentro con cerca de mil religiosas en el Vaticano, el Sumo Pontífice ha soltado la idea de restituir la figura eclesiástica de la diaconisa, como la hubo en la Iglesia Primitiva o Iglesia de los primeros tiempos. Es bueno que precisemos que el Papa no ha hablado para nada de que su evaluación o estudio sea una carta abierta para sostener la posibilidad de que haya mujeres sacerdotisas, es decir, con potestad para administrar la consagración o la confesión. No digo que no deba permitirlo, solo puntualizo que no lo ha abordado. Los diáconos cuentan con el denominado sacerdocio de tercer grado, que usualmente lo tienen los seminaristas que hayan culminado sus estudios y que se encuentran listos para asumir el camino de la vida consagrada como presbíteros o sacerdotes, y también hombres casados. En la época en que prevalecía la actuación por el servicio, las mujeres tuvieron un rol muy importante que, con los años, se fue perdiendo por el influjo del poder de la sociedad predominantemente patriarcal que penetró en la comunidad eclesial. Esa fue la verdad. Las mujeres que coadyuvaron en los esforzados trabajos de las comunidades de los mártires de los comienzos fueron claves para afirmar la pervivencia del cristianismo; sin embargo, con la oficialización del cristianismo como religión de Roma por el emperador Teodosio en el 380 d.C., comenzó a prescindirse de su rol en las labores de la Iglesia. Fundado en la historia, creo que el Papa dice bien que este tema debe ser objeto de estudio y debate. Cuando era monaguillo en mi parroquia vicentina de Surquillo, nunca vi una acólita. Eso fue cambiando en la década de los noventa y ahora ni hablar, las niñas sirven con gran devoción en esta tarea durante las misas. Lo que quiero decir es que no deberíamos cerrar ninguna posibilidad para que la mujer asuma roles más estelares en la Iglesia. Tengamos presente que María, la Madre de Dios, fue trascendente en la Última Cena.