Todos, absolutamente todos tienen derecho a cambiar de opinión. Todos pueden arrepentirse de las decisiones públicas que toman. La contrición política, el examen de conciencia y el propósito de enmienda de los poderosos es un requisito para el buen gobierno. Sin embargo, esto no sucede cuando se trata de ciertos tótems del periodismo caviar. Sabemos quiénes son, porque llevan años pontificando desde sus púlpitos laicos señalándonos la tierra prometida de sus ideologías y preferencias. Lo extraño e irritante es que estos santones caviares no han recorrido el sendero del arrepentimiento e intentan ocultar a las mayorías su pasado servil, su historia lumpenesca de lobbies y desaciertos. Sin pasar por la penitencia, los sepulcros blanqueados del periodismo caviar se atreven a señalarnos qué es decencia y cómo se construye la lealtad.

Se lanzan de manera coordinada contra sus enemigos, ya sea la Iglesia, el aprismo o sus antiguos patrones de los noventa, y su trastocada lealtad es el signo que los identifica. El que mejor ha descrito la bajeza moral de esta parvada de mediocres es José Barba cuando fulminó la medianía de Álvarez Rodrich: “En 1998, en pleno apogeo de la corrupción montesinista y ya puesta en marcha la ilegal re-reelección, (Álvarez Rodrich) ejerció a sus anchas la presidencia de Osiptel. Por esos días […] sólo era un burócrata servil y oscuro que caminaba cabizbajo detrás de los líderes fujimoristas que, con un chasquido de sus dedos, le indicaban cuándo acercarse”.

¡Falsos valores! En vez de hundirse en la vergüenza por su servilismo comprobado, en lugar de ocultarse en el anonimato de la vida privada, estos sepulcros blanqueados quieren hacernos creer que no trabajaron para quien trabajaron y que son la esencia de la moral nacional.