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Reque, en la costa norte peruana, es un distrito tranquilo dedicado sobre todo a la agricultura. Su población está compuesta por poco más de 15 mil personas y su centro, con su plaza, comisaría y oficinas municipales, se recorre en diez minutos. Es un distrito pequeño, pero al igual que la gran mayoría del país, los retos que tiene por delante son de otra dimensión.

Su presupuesto anual para obras no llega ni al millón de soles. Al año puede invertir con recursos propios algo equivalente a 60 soles por vecino. Eso es menos de 20 céntimos diarios por cabeza. Un monto, naturalmente, insuficiente.

Su joven alcalde, de solo 33 años, a quien conocí días atrás, logró a punta de esfuerzo que este año el gobierno central le transfiera más de 7 millones de soles. Con ello viene consiguiendo la viabilidad de varios proyectos. Me cuenta, sin embargo, que para poder sacarlos adelante, ha tenido que pasar 3 de los últimos 12 meses en Lima y que ya lleva registradas unas cien visitas al Ministerio de Vivienda para poder hacerlos realidad.

¿Tiene sentido que un alcalde pase un tercio del año fuera de su distrito batallando y negociando para que un funcionario capitalino le dé el visto bueno a sus proyectos? Lo grave es que no le queda otra: si no viaja, no la hace. Y esa es una realidad que viven todos los alcaldes distritales del Perú.

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