Cada vez escucho más testimonios de estudiantes y catedráticos universitarios que evidencian que la evaluación de los estudiantes por parte de los profesores se ha puesto cada vez más laxa para que los estudiantes se sientan cómodos y no quieran abandonar la universidad. Eso incluye limitado número de desaprobados, aunque los estudiantes no inviertan mucho esfuerzo. En las universidades públicas, eso evita que los profesores sean tachados y que sus cursos se queden sin alumnos inscritos (con el peligro de quedar excedentes). En las privadas, evitar el déficit económico equivalente al costo de cada uno de los ciclos académicos que no se cobrarán a quien abandone la universidad. Agreguemos a eso que en las universidades privadas, el 75% de los profesores son contratados por horas y ciclos, y son cambiados cuando no son del agrado de los alumnos o sus jefes (si tienen “muchos desaprobados”) o cuando estos se niegan a acatar sus mandatos de benevolencia con los estudiantes. Eso hace que se reduzcan los contratados de buen nivel y sean reemplazados por otros más baratos y dóciles.
Esto no cambiará con un sistema de acreditación. Más efectivo sería invertir en la creación de observatorios profesionales autónomos con integrantes confiables de alto prestigio que den mucha información a los estudiantes sobre lo que suele ocurrir con egresados como ellos una vez que quieren competir en el mercado laboral nacional o internacional. Sería una retroalimentación difícil de obviar para las universidades.