Ahora que estamos en temporada de matrículas, no solo para escolares sino también para los estudiantes preuniversitarios, vemos que la educación es uno de los negocios más rentables del país. Ojo, dije negocio, no el bien más preciado de todo ser humano.

El negocio no solo es para los promotores de los colegios particulares. Los entes del Estado también han entrado a tallar en este servicio, vía las matrículas (ahora entiendo por qué cuando te piden un soborno, te dicen ¡matricúlate!), una especie de pago por derecho de piso que sirve para darles “rentabilidad” a quienes manejan la entidad.

¿Quién vigila esto? Supuestamente, las direcciones o las gerencias de educación y la Defensoría del Pueblo, además de Indecopi en cuanto al sector privado. Sobre esta última institución tengo ciertos resquemores acerca de su función, la misma que a mi entender no la está ejerciendo de manera adecuada. Aquí algunas interrogantes en base a experiencias.

¿Cómo que para entrar a un colegio particular -aunque el libre mercado no se lo impide, el acto moral, sí- se deba cumplir con ciertos requisitos de admisión fuera de lo educativo y económico? ¿Alguna especie de ser privilegiado para entrar a estudiar, además de sus conocimientos? ¿No solo tienes que pagar, sino mostrar la billetera y la tarjeta black para que tu hijo entre a tal o cual entidad?

Conozco varios casos que no solo tienen que ver con el dinero, porque un colegio puede cobrar lo que le pegue en gana. Por ejemplo: En un centro educativo católico no solo te piden que residas cerca de la entidad (no para cerciorarse de que el alumno llegue temprano, sino porque está rodeado de urbanizaciones exclusivas), que los padres muestren sus movimientos financieros (aparte de pagar derecho por alumno nuevo, matrícula y pensión), que seas hijo/hermano de exalumno. Y así se hacen llamar hijos de Dios.

De los centros preuniversitarios hay mucho de qué hablar, como la infraestructura en la que estudian los chicos, para empezar. Hasta las paredes y techos de triplay se convierten en aulas, entre pasadizos de un metro de ancho, para lucrar con los pobres alumnos que no sé si llegan a aprender algo en esas ratoneras bajo los 30° de temperatura. ¿Alguien se ha dado una vueltita por allí?

Como en El Padrino, “son solo negocios, nada personal”.