En el Vraem o en Las Ramblas, da igual, el terrorismo es el mismo para la muerte, aunque quienes lo usan apelen a distintas motivaciones. Todo terrorista, todo terrorismo, lo que busca es crear terror; es decir, un miedo paralizante, generalizado. Ningún movimiento subversivo es tan ingenuo para creer que un bombazo por aquí y otro por allá les permitirá hacerse del poder político. La praxis del terror responde a una lógica diferente a la de la guerra convencional, incluso a la de la guerrilla, a la que a veces suele acudir o confundírsele. Sin embargo, desde que el terrorismo aparece tal como hoy lo conocemos, nació consustancialmente unido a la comunicación. El terrorismo no existe sino es gracias a los medios que propagan sus efectos sobre la sociedad a la que hay que atemorizar. A finales de los 70, cuando se estudiaba la violencia en Europa, Richard Clutterbuck concluía que “el conflicto de Irlanda del Norte es principalmente una guerra de propaganda”. En aquel entonces todavía no se había masificado el internet y las nuevas tecnologías. Los medios de comunicación tradicionales estaban en condiciones de hacerse responsables del tratamiento de las noticias sobre el terrorismo y sus normas les invitaban a no convertirse en correas de transmisión del pánico terrorista. Hoy el terror tiene a su mejor aliado en las redes, especie de licuadora donde se mezcla una tóxica combinación de noticias verdaderas, procedentes de periodismo serio, de otro no tan serio y de un tsunami de bulos, rumores, invenciones bien y mal intencionadas. Dicho esto, cada vez va quedando más claro que el buen periodismo tiene un futuro prometedor y exitoso, en la medida en que sea garantía de filtro moderador ante la avalancha de noticias que necesitan de un sello o etiqueta que las avale, que separe el grano de la paja.