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Turquía, el Estado que no define su posición geopolítica como país europeo o asiático, ha sido estremecido por un acto golpista promovido por un sector de las Fuerzas Armadas. El saldo lamentable del acto frustrado ha sido más de 260 personas muertas. A estas alturas, de haber prosperado el alzamiento militar, el destino de Turquía se hubiera complicado muchísimo. Por ejemplo, sus conocidas aspiraciones de ingresar en la Unión Europea, en cuya lista de candidaturas se encuentra desde 2005, se hubieran desvanecido. Turquía, con casi 80 millones de habitantes, es uno de los países más vulnerables de la zona euroasiática. Es una paradoja que lo sea, sobre todo por su privilegiada ubicación en la región al erigirse como la puerta de entrada o de salida, según como lo quiera ver, desde o hacia Europa durante gran parte de la historia de Occidente. La vulnerabilidad de Turquía, histórica por el agua o coyuntural por tener como vecino a Siria, el país más golpeado por la violencia estructural en el Medio Oriente en los últimos años, ha colocado al gobierno de Recep Tayyip Erdogan en una posición desventajosa, más allá de que, por los recientes reportes, habría terminado de salir airoso de la sonada pretensión golpista. En el frente interno, los cimientos del país han sido removidos por grupos que aspiran a consumar su calidad autonómica, como sucede con la nación kurda, que en varias ocasiones ha mostrado su hartazgo ante la situación que padece y el incremento de atentados terroristas que estaba creando en la opinión pública turca la idea de un Erdogan debilitado. Pero la gente lo prefiere antes que a los militares golpistas y por eso salió a las calles a mostrarle su adhesión y con ella EE.UU., la UE, la OTAN, etc. Ello es explicable porque Turquía lleva el activo de atender el enorme problema internacional de los refugiados.