En el colegio de los hermanos Maristas, cuando te jalaban de año no podías volver a estudiar de por vida en dicho centro educativo. Era una manera de separar a los malos elementos y fomentar la competitividad. Lo mismo debiera pasar con el Estado. A los corruptos no se les debería solo inhabilitar o suspender, sino anularlos de por vida del sector público.
¿Por qué robarle al Estado es consentido? Tal vez porque los funcionarios públicos y la clase política tienen techo de vidrio, así que creen que el Poder Judicial es la casa del jabonero, donde todos resbalan. Sin embargo, ¿acaso no es tan vil la autoridad que deja sin hospital a pacientes moribundos como aquel que asalta a mano armada en la vía pública?
La tipificación penal es muy endeble con aquellas personas que asaltan el erario, permisiva si se trata de políticos. El código penal trata con guantes de seda a aquellos que teniendo el poder de manejar dinero público terminan engordando sus bolsillos. Lo peor es que sabiendo esto nadie ha movido un dedo por ejercer sanciones más ejemplares, como la inhabilitación de por vida.
Sin darnos cuenta, hace tanto daño aquel servidor que pide coima por tramitar un expediente para una obra como el ladrón que viola los derechos ciudadanos. Quien termina pagando los platos rotos de ese latrocinio es el poblador de a pie, a quien le construyen veredas o pistas sin cumplir con las especificaciones técnicas porque el dinero sirvió para coimear.
Entonces, la pregunta es: ¿si usted contrató a un maestro de obra que terminó robándole material sin tener en consideración la seguridad de su familia, lo volvería a llamar para otro trabajo? ¿Le perdonaría la criollada que pudo acabar en tragedia? La respuesta es obvia. Por lo tanto, ¿por qué darle chances a alguien que no tuvo en cuenta el daño del cohecho?