Las campañas electorales tienen unos picos de confrontación entre los candidatos. Es probable que el momento más álgido sea durante los debates televisados, siendo expectante el duelo entre los dos rivales políticos días previos a la segunda vuelta electoral. Los mítines en el interior del país suelen contener posiciones reivindicatorias y de justicia social, reclamar una mejor distribución de la riqueza, anuncios o promesas de tipo populista, también cuestionan las propuestas de los demás candidatos, ya sea conservadores o progresistas, hasta responder a las críticas recibidas en medio de una plaza abarrotada de sus simpatizantes. Cuando termina la campaña presidencial, el virtual ganador debe ofrecer un discurso conciliador para limar asperezas durante la contienda, quien pierde reconoce los resultados, felicita al ganador en las urnas, para luego esperar el cómputo oficial de los votos y entrega de credenciales a los congresistas electos y la proclamación del nuevo presidente.
Una vez producida su juramentación en el Congreso, el jefe de Estado personifica a la nación, nombra su gabinete, y debe comenzar a cuidar el contenido de sus declaraciones públicas en todo momento y circunstancia, incluso cuando su aprobación ciudadana se encuentre en picada o su idoneidad en el cargo sea cuestionada por sus opositores políticos. El deber de un presidente es mantener la unidad nacional en todo momento, representar la riqueza de nuestra diversidad, sin confrontar su actuar, procedencia y sentimientos con un grupo social o vecindario que considera opuesto a su origen y pensamiento. Si el presidente de la República se victimiza y escuda en las diferencias sociales, culturales y económicas, pierde la oportunidad para conducir la comunidad política con liderazgo y agudiza la crisis en un país que debe repetir como un mantra su lema nacional: firmes y felices por la Unión.