La muerte de Luis Giampietri, un auténtico héroe nacional, debería animarnos a pensar en cómo tratamos a los peruanos que ofrendan su vida silenciosamente por la patria. Son muchos los que intentaron desprestigiar a Giampietri por varios años y nunca cesaron en su empeño de destrucción masiva. Este odio cainita, disfrazado de afán de justicia, es una de las taras que afronta el país. ¿Cuánto odio acumulado, cuánto resentimiento y cuántos complejos anidan en el alma negra del país? Una cosa es buscar la sana reivindicación y la justicia social y otra aplicar a la política diaria la violencia discursiva, el odio sin control, el incendio perpetuo que nos impide construir.
Ciertamente, hay ideologías que promueven la noción de que la violencia es la partera de la historia, pero también el radicalismo, que puede penetrar en cualquier ideología, es capaz de tensar las relaciones hasta romper el contrato social y el orden del poder. Pienso, por ejemplo, en las facciones radicales que condenan a todo aquél que piensan distinto. La historia nos enseña que de ese radicalismo disfrazado de virtud solo fluye la violencia sin orden. Entiendo que el cristianismo discurre por otro derrotero, pues en las enseñanzas de Cristo, el único radicalismo válido, si acaso cabe llamarlo así, es el radicalismo de la caridad. En el cristianismo de cien almas interesan las cien.
El Perú es un país rico en héroes porque está lleno de perseguidores. El héroe es el objetivo, el sujeto odiado por el perseguidor. Estos héroes sufren en silencio o se enfrentan a la persecución por un ideal superior, la propia idea de patria. Preservar al Perú del odio es un ideal noble, altruista, digno de admiración. Descansa en paz, querido almirante. Los que creen que la patria existe, jamás te olvidarán.