El secretario de Estado y consejero presidencial de los Estados Unidos, Henry Kissinger, presentó en 1974 el Memorando 200: Implicancias del crecimiento poblacional para la seguridad de los EE.UU. y sus intereses de Ultramar, o más conocido como Informe Kissinger.
Este informe se pronuncia sobre el control de natalidad y sus métodos de aplicación. Para Kissinger, el crecimiento demográfico de los países menos desarrollados, afectará los intereses de EE.UU. ya que las industrias norteamericanas dependen del abastecimiento de minerales y recursos naturales no renovables. Este flujo continuo de materiales estará en peligro si no se reduce drásticamente la población de los países en vías de desarrollo. Por eso, la despoblación con enfoque neomalthusiano, es la mayor prioridad en la política de EE.UU. hacia el tercer mundo. Dice el informe: “Ningún país ha reducido su población sin recurrir al aborto”.
Esta política abortista nace de las entrañas del Informe Kissinger y será llevada a escala internacional promocionada por diversos organismos internacionales -que en el fondo operan como los grandes propagadores de la cultura de la muerte-, que pretenden inmiscuirse en los asuntos internos de los Estados, introduciendo en los parlamentos, la ley del mal denominado derecho al aborto.
Con el aborto, obligan a los médicos a abdicar del juramento hipocrático, a las madres a convertirse en filicidas y a la sociedad a considerar con naturalidad un crimen aberrante. El aborto es la eliminación de una vida humana, extirpada violentamente de su lugar natural vital; el vientre materno. El progresismo, el feminismo radical y la geopolítica norteamericana, tienen en común la defensa de esta práctica monstruosa.