El Estado garantiza la plena vigencia de los derechos humanos, protege a la población de las amenazas contra su seguridad; y promueve el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación. Así lo dice la Constitución, pero al borde del 5 de abril, el Gobierno y el presidente incumplieron este mandato y suspendieron los derechos a la libertad y seguridad personales, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de reunión y de tránsito para la población de Lima y Callao. No existía perturbación de la paz o del orden interno, tampoco catástrofe o graves circunstancias que afectaran la vida de la Nación, solo así se hubiera justificado tan drástica medida con sujeción a la razonabilidad y a la proporcionalidad. Pero un toque de queda carente de justificación indignó a todos. Les prohibieron salir a las calles y la respuesta masiva fue salir en una de las mayores manifestaciones ciudadanas que hemos visto en la capital, la cual obtuvo el anuncio presidencial de la inmediata derogación del decreto supremo. La legítima desobediencia civil definida por John Rawls es un “acto público no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. Y fue lo que sucedió. La desobediencia civil es aceptada en la doctrina como derecho amparado en tres derechos reconocidos en todas las constituciones, también en la peruana: libertad de conciencia, libertad de expresión y participación política.
La multitud llenó las avenidas, y marchó pacíficamente, claramente diferenciada del vandalismo que al final de la jornada contaminó, lamentablemente, la manifestación.
Se auto convocó para denunciar un decreto injusto. Ejercieron su libertad de conciencia y exigieron la mejora de la gestión pública y el fin de la inoperancia llevada al extremo. Solo queda que las autoridades que sepan escuchar.