El oficialismo sostiene que la Constitución de 1993 es la culpable de la crisis política y económica que vivimos. Nos preguntamos si se trata de una afirmación que tiene asidero en la realidad. La respuesta dista de las percepciones que tiene el gobierno. Lo explicamos. En primer lugar, desde la entrada en vigencia de nuestra Constitución, hace veintinueve años, la inflación económica descontrolada fue sostenidamente decreciente, alcanzando estabilidad. Ciertamente, fue un proceso que tomó cierto tiempo a causa de la aguda crisis económica padecida en los años setenta y ochenta. El crecimiento económico se produjo por las reformas estructurales, la participación subsidiaria del Estado en la economía por ley expresa, alto interés público y conveniencia nacional (artículo 60 CP), que tardaron poco más de una década para ser percibidas por la ciudadanía.
El “chorreo”, como así se conoció al progresivo mejoramiento de la capacidad de gasto y endeudamiento de los ciudadanos, tuvo cerca de ocho años continuos, lo que dio lugar a la inversión inmobiliaria, acceso a la educación superior, compra de automóviles y formación de una clase media emprendedora, pero los gobiernos no implementaron las reformas de “segundo piso” (nuevo régimen tributario, más y mejor infraestructura pública, reducción de la informalidad, etcétera), con leyes que combatan las posiciones dominantes y monopólicas (artículo 57 CP).
El diseño regional aprobado y aplicado a inicios del siglo XXI no ha producido los frutos esperados. Casi veinte años después, ninguna región se ha transformado en una ciudad moderna, próspera y con crecimiento económico, social y cultural; solo la inversión privada es notoria con mejores y modernos servicios, pero con un déficit de infraestructura y obra pública sin resolver. El problema fue el Estado, no la Constitución y las libertades económicas que estimularon el crecimiento.