Mucho se ha hablado en estos días de la confianza en el ámbito parlamentario. Pero es evidente que lo trasciende por ser inherente a la democracia. La confianza se pierde por el recurso sistemático a la mentira que implica el abandono de los principios de honradez y honestidad, de transparencia y visibilidad. Ninguna realpolitik se justifica en el engaño o en la distorsión menos aún en la manipulación. Y más en un país exhausto por escándalos de corrupción que llegan a las cumbres del poder. No aceptamos que se coloque en el Estado a sentenciados, corruptos o canallas. O que se piense que la política es sinónimo de todo esto. Debemos recuperar la confianza en la política con personas honestas con vocación de servicio y no de servirse. La meritocracia hace justicia a quienes se preparan para servir a su país. La corrupción o el enriquecimiento ilícito y el abuso de poder conducen a la indignación y a la deslegitimación. Vivimos malos tiempos para los principios y los valores, para la ética pública pero siempre hay tiempo para rectificar. En esta línea corre el texto sustitutorio que interpreta la Constitución, aprobado en primera votación sobre la cuestión de confianza regulada en el último párrafo del artículo 132 y en el artículo 133 de la Constitución. La propuesta afirma que solo puede ser usada por el Ejecutivo en materias de su competencia, “no encontrándose, entre ellas, las relativas a la aprobación o no de reformas constitucionales ni las que afecten los procedimientos y las competencias exclusivas y excluyentes del Congreso”. Redacción precisa, lógica y contundente que va contra el nefasto precedente que generó Martín Vizcarra cuando la interpuso para impedir la elección de los magistrados del TC. Y cuando esgrimió la absurda e inconstitucional “denegatoria fáctica” para cerrar impunemente el Congreso y liquidar la separación y el balance de poderes. Muy bien.
Sin confianza no hay democracia
Columna de opinión