Acabo de regresar de México, país donde descubrí que las charlas de sobremesa pueden ser todavía más extensas que las nuestras.
Por Gastón Gaviola (@gastongaviola)
Los temas de conversación, una vez agotadas las curiosidades básicas de cada bando -peruanos y mexicanos-, terminaban siempre cayendo en el mismo lugar común. En las mismas provocaciones de buena onda que pasaban por El Chavo, los mariachis, las polladas, los tamales, y el pisco, claro. Siempre el pisco. Cuando hay peruanos afuera, siempre terminamos hablando del pisco. Nos pregunten o no.
Y resulta que esta vez nuestros anfitriones sí nos preguntaron. En la fórmula básica que al tercer mojito se resumía en: “¿Y el pisco es peruano... o es chileno? Neta.” Allí, como en las películas de soldados, donde el pelotón llega unido y compacto al combate y a la hora de los tiros todos se dispersan peleando sus batallas privadas, así nos batimos los peruanos en aquella mesa con nuestros anfitriones que nos escuchaban atentos. Cinco, o seis pequeñas escaramuzas verbales a la vez.
Había de todo. Los que se iban hasta 1879 y planteaban el asunto desde el inicio de la Guerra del Pacífico, también los documentados que hablaban de la caleta de Pisco y los embarques de nuestra bebida de uva en tiempos previos a la República; estaban los que hablaban en términos industriales con vólumenes de producción y exportación, agresivas y acertadas campañas de mercadeo, y estaban los que hablaban de calidades distinguiendo entre pisco y aguardiente de uva.
La pasión de los nacionales sorprendía a los dueños de casa, que durente la cena y los elogios a los logros de la gastronomía peruana, no mostrábamos más que sonrisas y asentimientos corteses. Pero mientras el reposado seguía llenando copas en la terraza-con ese color dorado que brillaba al sol que se ponía sobre el Pacífico a las 8 de la noche- a la llegada de la pregunta pisquera, una chispa encendió algo en los corazones de los nacionales.
Alguien sugirió a modo de ilustración, que para poder entendernos, nuestros amigos mexicanos se imaginen qué sucedería si un día descubren que Guatemala empieza a producir y exportar tequila, porque, vamos, todos saben que existe allá al sur un pueblito que se llama Tequila, bautizado por un primo segundo de Cortés que llegó allí a calmar su sed y recuperar el aliento después de La Noche Triste. La reacción más calmada fue sugerir un bombardeo relámpago a los vecinos y que el dios Xiuhcoatl achicharre al resto de herejes sobrevivientes.
Nos levantamos todos serenos y risueños. Otra mesa más donde nuestra bebida fue enseñoreada. Posición establecida, punto de vista entendido, muchas botellas de pisco encargadas para nuestro retorno a la tierra del agave. Luego te enteras del descalabro de la feria de Milán, del pisco sour ofrecido a los italianos bajo los colores de la estrella solitaria. De la apatía, la indiferencia, la inoperancia. No sabes con qué cara volver a ver a tus amigos, esos que defienden tu tequila a capa y espada, que organizan festivales, ferias, recorridos, historias, exposiciones, mercadotecnia, orgullo e identidad en torno a su bebida, regalo de la diosa Mayahuel.
De qué sirve que en 2007 Perú declarase al pisco como patrimonio cultural, que la Unión Europea asegure la protección y comercialización del pisco, al determinar que el pisco es peruano, si luego cruzas la frontera y entre zorbo y zorbo de mezcal, picando unas botanitas de chapulines asados, viene un cuate, sabe que eres peruano y te pregunta primero por Laura Bozzo.