En noviembre de 2013, el escritor Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) leyó un ensayo titulado «El enigmático viaje entorno a una mesa de trabajo» en el III Festival Puerto de Ideas, en Valparaíso, Chile. Siete años después este texto fue incluido en su libro “La utilidad del deseo”, un conjunto de ensayos sobre sus autores predilectos. El año pasado este maravillo texto se convirtió en un libro bajo el sello de Vinilo Editora y lleva por título «La pasión y la condena», una declaración de mea culpa y liberación sobre el oficio de escribir, con un prólogo de la cronista Leila Guerriero.
«La pasión y la condena» es una tesis corta, llena de lucidez y entusiasmo, que intenta responder el por qué los escritores escriben. Cuál es ese impulso que los lleva a crear realidades paralelas. En el prólogo, Guerriero nos advierte que lo que viene es un ensayo sobre “todas las instancias del arte de la escritura, toda la cadena productiva”. Y lo es. Villoro, como sería de esperarse, no empieza con el escritor frente a la hoja en blanco. Arranca desde una mirada general: cómo se plantea el propio narrador su oficio, qué es lo que hace que sus palabras generen “la ilusión de ser un idioma privado”. El hombre que escribe no está seguro de lo que quiere crear y en ese sentido “escribir es un devaneo hacia una meta ignorada”, dice.
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El libro está compuesto por seis cortos capítulos y lleno de aforismo, frases hechas. Esta es ya una marca del autor mexicano. Entre las muchas genialidades hay joyas como estas: “Las palabras siempre revelan su vida privada”; “El arte no depende de los materiales sino de la manera de usar ese barro común”; “Imaginar es un gesto anterior a la razón”. Villoro entreteje desde los hábitos más inocuos hasta los más cruciales que se plantea un escritor, no siempre de forma consciente. Su escritorio, por ejemplo, su desorden personal es un precepto de creación y resulta un espacio dudoso si nos ponemos a pensar que allí nacen las grandes historias de hazañas y amores. ¿Es la escritura un goce o una tortura?, es otra pregunta. El autor de «El testigo» propone la escritura como una lucha contra el propio texto que se niega a ser escrito, por ello necesita correcciones, tachaduras y en algunos casos ser rehechos completamente. “Escribir es una forma complicada de gozar”, dice.
Hay un dominio exquisito de citas que hacen al texto más potente, lleno de sentido y ahondamiento en las complicaciones que puede traer consigo el escribir. Aparecen Henry James, Sergio Pitol, Thomas Mann, Borges, Don DeLillo, Dickens, Balzac, Bolaño, Carrère, García Márquez, Martin Amis, Rilke, Capote, Pessoa, Paz, Vila-Matas, Rosa Montero; los nombres se esconden en la brillantez que Villoro le da a sus postulados. Como el que indica que los libros fallidos o malos son una posibilidad, para el escritor, de inventar uno bueno, o crear un universo a partir de ese fracaso. En sentido se pregunta, “¿cuántos libros débiles necesitamos para llegar a «Ulises»?” El escritor también es pose, escribe Villoro, las imágenes creadas de Bukowski o Salvador Dalí (hablando de arte en general) lo evidencian, esto le da pase para preguntarse si las malas personas pueden ser buenos escritores, o si el mundo psicológico conflictivo es un terreno con más recursos para el creador.
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Hacia fines del año pasado, Villoro fue reconocido con el Premio a la Excelencia de la Fundación Gabo, creada por Gabriel García Márquez. Novelista, cronista, ensayista, dramaturgo, guionista, el mexicano es uno de los intelectuales más lúcidos de este siglo y este libro lo confirma.