Cuando trabajaba en América TV, tenía dos jefes, Mauricio Arbulú y Nicanor Gonzáles, uno andaba con el Apra (Alan García) y el otro con Acción Popular (Alva Orlandini). Los dos eran excelentes gerentes, incapaces de pedirte algo turbio. En el calor de la campaña, cuando debía transmitirse un programa político en Piura, me llegaron dos órdenes, vía telex, uno me decía que el programa va, y el otro que no va. Tuve que pedirles, a ambos, que no fueran abusivos, que el único que iba a perder allí era yo. Porque si le obedecía a uno, el otro me caía encima. Que se pusieran de acuerdo, y me enviaran una sola orden firmada por los dos. Así fue, por suerte. Cuando leí a Hannah Arendt, la filósofa judía, supe que era una profecía aquello de que las nuevas tecnologías de la comunicación eran tecnologías de libertad. De esto hace más de 40 años, en la biblioteca de la Universidad de Navarra. Ni idea teníamos entonces del internet. Que importante es ahora. Porque aquí parece estar convirtiéndose en una costumbre que, cada vez que hay un proceso electoral, la resaca termina volándole la cabeza a unos cuantos periodistas que osaron asomar las cabezas fuera de la trinchera. Eso pasa cuando tomas partido y también cuando no quieres tomarlo. Las víctimas de hoy en el periodismo no son más que los daños colaterales de unos medios de comunicación con propietarios con muy baja autoestima. No me imagino en el Washington Post a Katherine Graham (la dueña, muy amiga de Robert MacNamara) y a Ben Bradlee (el director y muy amigo de JF Kennedy) subordinando sus códigos de ética periodística a sus relaciones amicales, comerciales o políticas. O expulsando a Bernstein y Woodward. Ambos se hubieran ido, con éxito al internet. El escándalo de los papeles del Pentágono y el caso Watergate no hubiera tumbado a Nixon. Eso solo ocurre por estas tierras, en Europa o EEUU no se ve. Vuelvo a repetirlo: si no nos autorregulamos se la hacemos fácil a los enemigos de la libertad para que metan la mano en los contenidos de los medios.

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