Hace mucho tiempo que la educación en el Perú se ha quedado desfasada, sin cursos que ahonden en la coyuntura local, nacional e internacional. Por ejemplo, si tanto daño nos causan la corrupción y la informalidad, por qué no comenzamos a enseñarles a los alumnos cómo enderezar nuestro sistema.

La política anticorrupción suele ser un saludo a la bandera porque a los sectores público y privado llegan algunos profesionales creyendo que el arreglo bajo la mesa es el atajo para conseguir las cosas. Y no se trata solo de valores en la familia, sino que un ciclo de deontología en la universidad y civismo en el colegio no son suficientes.

La idea es que el curso de educación cívica, anunciado por el premier Alberto Otárola antes de presentarse ante el Congreso a inicios de años, vuelva como tal desde la primaria, no como personal social en un paquete de teorías. Ya en la secundaria se encuentra como desarrollo personal, pero va mezclado con otros temas como psicología.

De igual manera podría incluirse el curso de educación vial, con el ánimo de reducir el número de muertes originadas por malos conductores y peatones. Por ejemplo, nos han enseñado a cruzar las pistas, pero nada con aprender a conducir respetando a los demás. De ahí que no sabemos cómo debería ser una ciudad ordenada.

La informalidad bordea el 80% del país con empresas que mochan derechos a los trabajadores; vehículos que prestan servicio público sin sacar licencia; edificios y negocios que operan sin ningún permiso porque luego se regulariza; y hasta trabajadores del Congreso que aceptan laborar previo cupo mensual. ¿No podemos cambiar esto desde las instituciones educativas? Hay harta tarea.