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El debate en torno a la píldora del día siguiente, en particular el que derivó de las opiniones vertidas por el cardenal Cipriani en su programa radial de los sábados con las que faltó el respeto a tres ministras, llamándolas “respondonas”, ha vuelto a subrayar la importancia de hacer frente a esa ideología reaccionaria y machista que busca restringir libertades. Sobre todo, ha permitido advertir nuevamente que la agenda del líder de una congregación religiosa no tiene por qué ser compartida por todos los ciudadanos de un país y que de ningún modo debe ser la que determine o influya en el contenido de las leyes, decisiones judiciales o políticas públicas.

Este no es un asunto menor para el Perú, donde la influencia de la Iglesia católica es tangible, no solo por su aporte a nuestra idiosincrasia y al desarrollo millones de peruanos que libremente son parte de esa congregación, sino -y este es el asunto que debe ocuparnos- por su injustificada y marcada presencia dentro de casi todos los niveles del Estado.

Respetar, promover y profundizar la laicidad que necesariamente debe caracterizar a todo Estado de Derecho no solo es una exigencia constitucional sino una necesidad moral. En pleno siglo XXI, es insostenible que el Estado peruano no deslinde de quienes desean imponer a la fuerza su dogma sobre la ley y los derechos universalmente reconocidos.

Entre estas tinieblas tal vez algo bueno está sucediendo y a paso lento nos estemos acercando a donde debemos llegar: a diferencia de todos los otros gobiernos que inclinaban la cabeza ante el poder eclesiástico, este que recién cumple un mes ya aclaró -con razón- dos veces al cardenal. Eso es lo que se debe hacer, por respeto a la ley, la autoridad y la libertad individual.

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