Las probabilidades de que el siguiente parlamento sea igual o peor al actual, y el anterior, son altísimas. Por una simple razón, nada ha cambiado en los electores y en los elegibles, excepto que hemos estado enfermos o afectados de alguna manera por el COVID-19.

La pandemia ha servido para demostrarnos cuánto daño pueden causar las autoridades elegidas si éstos no reúnen condiciones de idoneidad. Dicho de otra manera, cuánto daño podemos causar los electores sino sabemos elegir.

Si hemos estado discutiendo si los perseguidos por la justicia pueden acceder al congreso, ya podemos ir midiendo en el nivel en que nos encontramos. Todo indica que necesitamos mucho más filtros y exigencias que nos garanticen lo más parecido a una meritocracia para gobernarnos, no la sarta de mediocres de la que nos lamentamos.

Aunque el término parezca poco democrático, requerimos un cernidor altamente discriminatorio para que realmente llegue a los más altos niveles del poder lo mejor que tiene y puede ofrecer nuestro pueblo.

En este esfuerzo por la reforma política no debería estar involucrado sólo el Ejecutivo, siendo un problema que nos afecta a todos. Los menos interesados parecen ser los partidos o movimientos políticos actuales, a quienes les conviene que las cosas sigan como están.

Estos son los que arman los cuadros y le ofrecen un abanico limitadísimo de opciones para que al elector no tenga otra alternativa que escoger al menos malo, o apelar al voto en blanco, nulo o al ausentismo.

Después de esta catástrofe planetaria nuestra sociedad tiene que cambiar, comenzando por la calidad de nuestra democracia, ya deberíamos estar trabajando en ello. Así como usaremos en adelante una mascarilla para filtrar el virus, nuestra política necesita otra mascarilla para librarnos de los que infectan las instituciones de gobierno.