El estado de emergencia no es una solución definitiva contra el crimen, como tampoco logra asustar a los delincuentes. Lo que sí es cierto es que los maleantes suelen escabullirse en zonas con escaso recurso policial, tal como ocurrió en Trujillo hace más de 15 años, donde la extorsión comenzó a germinar sin que exista un plan para frenarla.

En aquella época, la capital de la región La Libertad se convirtió en la cuna del crimen, por lo que el patrullaje policial se intensificó. Se creó un delictuoso escuadrón de la muerte y los delincuentes reaccionaron: se fueron a las ciudades más cercanas y prósperas. De esta manera, Chiclayo y Piura recibieron a las bandas.

Las escuelas del crimen comenzaron en el norte del país, un corredor que experimentaba el boom de la construcción, la agroexportación, el comercio y la minería. Comenzaron los falsos sindicatos de construcción civil, increíblemente, avalados por el Ministerio de Trabajo, exigiendo cupos por empleos, personal fantasma y licencias de obras.

En pocos años, los penales se transformaron en el fortín de los extorsionadores. El gobierno de aquella época ni siquiera pudo colocar bien los bloqueadores de celulares y mantuvo al Instituto Nacional Penitenciario como el ente corrector. Ni las requisas constantes pudieron evitar que más gente sufra por los antisociales.

Un estado de emergencia solo es un matamoscas, un abanico que solo ahuyenta a los criminales por un tiempo y luego vuelven atraídos por el dulce. Si se conoce que los alcaldes presiden los comités provinciales de seguridad ciudadana, ¿qué han hecho durante estos años con el presupuesto destinado y qué estrategias tienen para luchar contra el crimen?