Los niños y jóvenes que se crían en hogares solventes, que tienen cubiertas sus necesidades sin asumir responsabilidades más que ir al colegio, suelen criarse con la sensación de que todo lo que reciben “les corresponde”: que los alimenten, vistan, eduquen, cuiden la salud, saquen la cara por ellos, les den propinas. Pocas veces tienen que exigirse para lograr algo. Eso construye una sensación de escasa humildad y dificultad para reciprocar y colaborar con otros. Crea una autoimagen de realeza: “me corresponde” que me den todo sin que tenga que dar algo a cambio.

Muchos escolares y universitarios sienten que merecen todas las oportunidades para aprobar sus cursos o mejorar sus notas simplemente porque pagan una pensión. Al aplicar a un trabajo profesional esperan mucha paga para poco trabajo; se preocupan por lo que la empresa hará por ellos en lugar de lo que ellos harán por la empresa. Cuando trabajan en equipo se atribuyen los éxitos y culpan a los demás por los fracasos, así sean sus amigos, lo que destruye las relaciones entre pares y las prácticas de reciprocidad. Eso no favorece la construcción de una sociedad solidaria capaz de sostener ideales y esfuerzos compartidos.

Una estrategia que podría aliviar estas debilidades sería aprender desde pequeños a mostrar gratitud por lo que tienen y por lo que otros hacen por ellos, cosa difícil en escuelas que jerarquizan a los alumnos, fomentan el individualismo y la continua competencia entre ellos.