No logro establecer a partir de qué momento esta profesión, a la que tanto quiero y defiendo (a pesar de todo), se convirtió en una especie de ingenio azucarero, dulce, empalagosa, diabética. Recuerdo como los peores momentos de la profesión aquellos en que el oscuro asesor de Fujimori organizó los diarios “chicha” y compró, con maletines de dólares, las conciencias de unos cuantos empresarios de algunos medios de comunicación. El éxito de estos corruptos fue dividir al periodismo nacional, asfixiando a una parte de los medios y los periodistas que se mantuvieron lejos –como debe ser– del poder. Como la vela del santo, ni tan cerca que lo queme, ni tan lejos que no lo alumbre. Hoy veo que el concepto de prensa corrompida que se pretende fabricar es una que, aparentemente, vive narcotizada, dependiente del presupuesto del Estado y, en consecuencia, obediente de los antojos del poder político. Si fuera así, quienes señalan a medios y periodistas “drogadictos” del dinero público lo que estarían buscando no es hacerle daño sino un favor, liberar a la prensa de las garras de quienes la esclavizan y obligan a esconder la verdad. La verdad es que, a estas alturas de mi vida, a mis 66 años, ese cuento ya no me lo trago.  Por el contrario, no hay cosa más saludable para el buen periodismo –para el reinado de la verdad– que el permanente conflicto de la prensa con el poder. No hay práctica más entretenida y revitalizadora para la prensa que un periodismo que rebusca y destapa y un poder político que esconde y entierra. El que gana de ese conflicto es la opinión pública, la transparencia, la honestidad en las cosas del Estado. Siempre habrá, como en toda profesión –seas médico o sacerdote– gente decente y mercenarios, a éstos se les persigue con la ley. El mermeleo actual me parece la preparación escenográfica para una coartada de “fraude”.