Cuando uno conversa sobre un tema polémico o sobre errores que uno comete con sus pares norteamericanos o europeos, usualmente uno se encuentra con gente que va directo al grano, porque se sobreentiende que lo importante es la honestidad o apego a la verdad más que la comodidad del interlocutor. En cambio en América Latina, cuando alguien quiere criticar a otro en un centro de trabajo o en instituciones educativas o inclusive a la hora de presentar un libro, privilegia la comodidad del interlocutor; no se le dice las cosas directamente sino dando vueltas procurando ablandar el mensaje “para que el otro no se moleste” (salvo los figuretis).

Ocurre que desde la escuela -y no en pocos centros de trabajo- se le inculca a los niños la conveniencia de acatar o llegar a acuerdos y alinearse con una propuesta (usualmente la del profesor o del jefe), desincentivando las fricciones saludables que nacen de los desacuerdos o confrontaciones que promueven el pensamiento más creativo. Si uno debe confrontar su postura con la de otros que piensan diferente, uno se ve obligado a profundizar en el análisis de su posición y replantear sus argumentos de manera más innovadora.

Si queremos que nuestros niños y jóvenes sean innovadores hagamos que pierdan el miedo a confrontar, polemizar, debatir los argumentos de los otros, procurando construir en esa interactividad mejores propuestas para beneficio de todos. Valoremos más la honestidad, sinceridad, el apego a nuestra verdad, que a la cortesía de ser “políticamente correcto” con lo que nos volvemos altamente ineficientes e improductivos.