Un maestro toma decisiones cada minuto que afectan la vida emocional, académica, vocacional y social de sus alumnos... al preferir a un alumno frente a otro para darle la palabra, al censurar o alentar, enojarse o ser compasivos; al plantear preguntas ininteligibles o accesibles, aprobar o desaprobar a los alumnos en los exámenes, denunciar malos comportamientos para castigarlos o acompañar al transgresor para recuperarlo, al hacer competir a los alumnos para que unos ganen y otros pierdan, o al promover su colaboración. Así, cada palabra, consigna, intención, mirada, censura o reconocimiento deja huella en los alumnos a su cargo.

Solamente si se entiende esto se podrá entender por qué los currículos y diplomas o las evaluaciones escritas a los maestros no sirven de mucho para determinar quién es un buen maestro. Se requiere apreciarlo en contextos reales cuando está expuesto a relaciones con los niños en los cuales expresa su capacidad de promover el aprendizaje y establecer vínculos educativos con sus alumnos. Por eso quien debe evaluar a los profesores es el coordinador o director que lo acompaña y visita en clase continuamente, usando el termómetro subjetivo de los afectos y confianza que poco tienen que ver con los convencionales “checklists” de logros estandarizados que utilizan los organismos internacionales, el Minedu y el MEF.

Un sistema educativo que da puntajes a diplomas y toma exámenes escritos a profesores sin directores que los evalúen “en vivo” cotidianamente, sin “sentir” lo que pasa en el aula, no garantiza la buena formación de los alumnos.