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La desesperación ante situaciones disruptivas en clase, a veces cargadas de agresividad, así como el consumo y tráfico de drogas en los colegios, llevó a algunas autoridades escolares en algunos países a imponer lo que denominaron “tolerancia cero” a estas conductas, para referirse a una especie de reacción robótica y despersonalizada de sanción a cualquier transgresor.

Curiosamente, cuatro años de investigaciones que siguieron en EE.UU. a la aplicación de esa política evidenciaron que los alumnos se sentían menos seguros en ese ambiente, porque en cualquier momento podrían ser expulsados de la escuela sin miramientos, o derivados a las cortes de justicia juveniles. Peor aún, era discriminatorio porque los afrodescendientes e hispanos eran más frecuentemente castigados que los blancos.

Este modelo de disciplina coercitiva ilustra el abuso de quien tiene poder contra sus víctimas (tan típico en el bullying) y paradójicamente produce alumnos menos responsables de sí mismos y de sus compañeros, ya que el orden viene impuesto desde fuera de ellos. En contraste, una escuela segura es aquella en la que los estudiantes pueden conocer y confiar -y ser conocidos y merecer confianza- de los adultos. Estos vínculos se destruyen cuando el sistema hace sufrir a los estudiantes cuando cometen infracciones (Alfie Kohn “Beyond Discipline” ASCD, 2006, págs. 139 y 173).

Nuevamente, cuando hay incapacidad de los profesores para construir un sentido de comunidad, lo que hacen es exilar a los disruptores, que son los que más necesitan el afecto y el vínculo contenedor y orientador de sus profesores.

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