La sociedad peruana con justificada razón se horroriza ante las violaciones de niños y exige la máxima sanción a los perpetradores por el consecuente daño físico y psicológico. Sin embargo, hay profundos y duraderos daños psicológicos con significativa capacidad de afectar permanentemente la salud mental de los niños que se permiten impunemente a diario en las escuelas, que no se aquilatan con similar dramatismo.
Cientos de miles de niños peruanos son obligados por la Constitución a asistir a la escuela, donde la promesa de garantizar una educación de calidad en los hechos constituye una estafa cotidiana para la mayoría. En esos centros de reclusión, a juzgar de cualquier evaluación nacional o internacional que se quiera utilizar, se observa que buena parte de los alumnos son alimentados con mensajes de fracaso, incapacidad, golpes a la autoestima que les crean obstáculos para su desarrollo pleno dejando huellas negativas para toda la vida. Algunos se vuelven transgresores como producto del ambiente patológico de la propia escuela y la manera como esta demanda esclavitud a los designios de los programas, profesores y exámenes, y someterse al estrés social y a rutinas que violentan la dignidad de su inteligencia y capacidad creativa.
Jaime Saavedra hizo un buen trabajo para crear contextos políticos y económicos favorables a asumir la prioridad de la educación. Lo que sigue ahora es el replanteamiento pedagógico y curricular que valore y facilite la innovación, lo que significaría una disrupción con las estrategias del pasado que ya evidenciaron no dar para más.