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La noche del lanzamiento del libro, a pesar de llegar dos horas antes a la reunión, un mar de gente atiborraba no sólo el local de la presentación (el auditorio de la Municipalidad de Miraflores), sino también las calles aledañas. De modo que no me quedó más que confundirme con el gentío y lanzar vítores y proclamas para que nuestro ídolo literario nos concediera, al menos, un saludo a la distancia. Así lo hizo y nosotros cuánto lo amamos en ese momento. Luego, con voz mustia, nos prometió presentar otro libro, pero no ya en un local como ese, sino en un estadio. En ese momento una octogenaria, que se había hecho llevar en una silla de ruedas, se echó a llorar abrazando una edición prehistórica de «Cuentos de circunstancias». Un estudiante bajito gritó que no había nada más hermoso que «Prosas apátridas». Una duquesa miraflorina comentaba sin prestar atención a los gritos de la gleba que se iba a servir de la influencia de un senador aprista para llegar hasta Julio Ramón. Yo, mudo y sudando, opté por el cobarde camino del anonimato: la fuga. Perdí todas las esperanzas de conocerlo algún día.

EL ENCUENTRO.- Seis meses después, el semanario «Caretas» premió uno de mis cuentecitos y me invitó a recibir el premio en un local de Barranco, donde convergió toda la pléyade literaria de Lima. Entonces se hizo el milagro: yo, que hacía unos segundos había entablado amistad con el conocido columnista Rafo León y había reconocido entre los premiados a mi amigo Ricardo Sumalavia, quedé pasmado al ver entrar, alto y espadado, con la misma cabellera de extrema lasitud de la fotografías de mis textos escolares, a Julio Ramón Ribeyro. Empecé a temblar. Me resultaba inverosímil que ese hombre tan buscado, aquel que fuera una de las primeras influencias de mis cuentos fallidos, estuviera respirando el mismo aire que yo. Después de mucho nerviosismo, aprovechando que el maestro había quedado solo en una mesa, corrí hacia él con mi mascarilla recordatoria, y después de llamarlo señor Ribeyro, y doctor, y otras procacidades más (siempre que quiso que le llamaran Julio Ramón, según me confesó luego), le pedí que me firmara la careta. Él levantó su mirada absorta y la cotejó con la mía. «Mi émulo», recuerdo que me dijo y me sobrecogió el modo en que le temblaba la mano al momento de escribir sobre la careta: «Para Sandro, de Julio Ramón». Me entregó el recuerdo y yo, tan nervioso como él, sin saber qué añadir, me tomé por equivocación su vaso de whisky, y alcancé a ver, con espanto, que había desencadenado una verdadera hecatombe para el pobre de Ribeyro: otros cinco premiados corrían a él con sus caretas y sus lapiceros dispuestos.

PARTIÓ HACE 20 AÑOS.- Ahora que se cumplen veinte años de su muerte y ahora que la mascarilla con su firma reposa soberbiamente sobre mi escritorio, ahora que nunca podré preguntarle cómo fue que se le ocurrió esa joya de la cuentística llamada «Doblaje», ahora que goza de igualdad de condiciones que Maupassant, Chéjov, Quiroga, Borges y Cortázar, solo quiero rendirle mi más hondo, legítimo tributo.

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