Prohibido rebalsar el balde. Multa: S/ 3.
El letrero está en la pared de ladrillos. Una hoja bond pegada. Debajo, un caño encadenado. Nadie que no sea del Sector 7 puede sacar agua, cada vecino tiene la llave de la caja, y lo tiene que hacer en el turno que le toque. Esta mañana no hay nadie. El caño gotea y más allá una pareja de señores descuartiza un chancho para el almuerzo. Evita hablar conmigo. Una mujer que mira desde su azotea tampoco.
Silencio. Una mototaxi pasa levantando polvo y el caño gotea.
Echadero es un asentamiento de medio millar de familias donde el agua es cuestión de vida o multa. Calles de tierra, casas de ladrillo sin acabados, otras de barro que resisten y un desagüe que ha colapsado en trombas de agua. En una esquina, Facunda Rojas conversa con su vecina. Vive aquí hace tres años y nunca ha tenido agua en casa. No con una conexión. A diario cruza la calle hasta la pileta, un caño conectado a un tubo que sale del suelo, y tiene que llenar 7 u 8 baldes. Es su ración del día. Hoy lo hizo temprano.
—Cuando no hay agua esperamos ¿no vecina? —le habla a la mujer que está a su lado— o en la noche, a las 11 así, porque en el día no hay presión.
Las piletas están protegidas por cajas de metal con candados. Todas. Pequeños cofres oxidados o pintados que custodian las moléculas más preciadas de la sed: H2O. El riesgo es que vengan vecinos de otros sectores, en algún momento que no haya nadie o en la noche, y roben el agua ajena. Eso hace que el recibo de ese mes venga más alto. Y nadie quiere pagar por el agua que otro bebe.
—Pero aquí cualquiera viene y saca, somos conocidos, Sector 5 —me dice Facunda con la confianza de quien conoce el rostro de cada vecino. Va hacia a adentro de su casa y vuelve con un cuaderno—. Mira, yo soy la que controlo esta pileta, cuánto pagamos.
El recibo factura 300 soles que deberán pagar la docena de familias que vive en este sector. Aquí no hay medidores. El cálculo es por baldes y chorros. A Facunda le parece un exceso tal cantidad para el hilo de agua que les llega y cuidan con cadenas. Abre el caño para mostrarme y es cierto, en las mañanas el agua no llega a Echadero. Hay una ciudad que la malgasta mejor: Huancayo. La provincia capital de la región Junín tiene 85 118 usuarios que se abastecen de agua por una red pública. Agua que llega desde el el Huaytapallana, un nevado cada vez más pequeño que abastece a 10 lagunas. Las dos más grandes se llaman Huacracocha y Lasuntay, la primera almacena 4.5 millones de metros cúbicos de agua, la segunda 1.8 millones. Cantidades que suenan a cataratas, pero son ínfimas. De toda el agua que hay en el planeta, solo podemos beber el 2,5%, una diezmilésima parte. A Echadero apenas le salpican esas cantidades.
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Son las diez de la mañana y poca gente saca agua de las piletas. Camino por algunas calles. De vez en cuando pasan carros de lujo que se pierden con el polvo. La guerra por el agua se libra por las noches, me dijo Facunda. Desde las 23 horas las colas empiezan en cada pileta, la espera, la premura, la vigilancia con linternas. «Saca tu balde ya, vecina, ya has llevado tres, yo ni uno». La presión del agua es mayor a estas horas y la gente aprovecha. Cada usuario tiene un límite. No se trata de llevarse todos los baldes que puedas. Facunda lleva 8 para los 4 miembros de su familia. El letrero de multa que vi al llegar era del Sector 7 es otro sistema de medida: Si derramas el balde, te lo decomisan y te multan con 3 soles. El distrito de Chilca, donde se encuentra Echadero, tiene una sola estación de bombeo que genera 21 libros por segundo y produce 29 674 metros cúbicos de agua en 15 horas al día, según cifras de la empresa prestadora de servicios, Sedam. Pero estas cifras son para las casas con tubos y medidores. En las colas de las noches, la única cifra que importa es el número de baldes que te toque llevar.
Walter Valentín, el hombre con el que ahora converso, vive en el sector 1. Tienen 12 piletas aquí y quien saque agua cuando no le toque lo sancionan. Multa y espera. No podrá sacar agua en su turno. Valentín es profesor y atiende su tienda de abarrotes antes de ir al trabajo. Es una casa de ladrillos que tiene un pozo en el primer piso donde junta agua cuando le toca y luego la bombea a su tanque del tercero. Es lo mismo que hacen algunas familias que tienen casas de varios pisos y dinero para instalar este sistema. En Echadero la mayoría vive de baldes y colas. Unos metros más allá dos hombres cavan unas zapatas de lo que será una nueva vivienda de varios pisos. El sol los pone a prueba, descansan, levantan la cabeza, se limpian el sudor. No hay agua. Leonardo Da Vinci fue el primero en advertir que la tierra recicla sus fluidos. El agua con que preparamos una limonada en Huancayo es la misma de un desagüe en New York. El ciclo interminable. Nuestra atmósfera, a cada instante, almacena la milésima parte del 1% del agua de todo el planeta. Es como si 3 centímetros de lluvia cayeran de sopetón sobre el mundo.
Estos días no llueve en Echadero. Los obreros siguen cavando.
Gloria Lizano, en chancletas y polo, saca agua del pozo que está en la puerta de su casa cuando me acerco. Responde con monosílabos. Sí. No. Para qué. Un balde atado a una cuerda que lanza a un agujero y sale lleno de agua. Echadero está repleto de pozos de agua subterránea. Lo tienen en sus casas y los usan para lavar o, en emergencias, para los alimentos. La pobreza compensada por el subsuelo. Una paradoja. El agua se originó en el espacio. Luego de Big Bang todo se enfrío, las combinaciones de hidrógeno, helio y carbono dieron paso al oxígeno y un día de la era Hadeana un diluvio de proporciones inimaginables cayó sobre la tierra. Y el agua vio la luz. Dos tercios de la superficie la tierra son líquidos, y el 20% hielo. ¿Por qué llamamos Tierra a planeta cuando tiene más de agua?
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Pero volvamos uno billones de años adelante, estamos en Echadero.
A Gloria no le sirve para nada el agua del pozo, dice. A penas para baldear su piso de cemento pulido.
—El agua del pozo percude la ropa, ni para lavar sirve, solo para hacer limpieza —habla con cierto desdén.
Gloria es de Lircay, un distrito de la región Huancavelica, la misma que en un ranking del 2019 se encuentra en el último lugar en porcentaje de consumo de agua potable. Pero a ella le molesta la falta de agua aquí, el polvo, el lugar—. En mi pueblo, Lircay, sí tenemos agua, ahí hay pistas, hay todo. Aquí —dice apuntado a la calle de tierra— no hay nada.
Y saca un balde de agua limpia. Seria, el pelo amarrado en una trenza, sin premura. Me ha pedido que no le tome fotos. Pidió también mi nombre, identificación, y acaba de largarme. Más allá hay personas que sí quieren hablar. Ella no. Encontró su pozo de agua hace un año. Y lo usa a veces. En enero, época de lluvias en toda la sierra central del Perú, el pozo se llena y rebalsa. No solo en su casa, en todas donde estos ojos de agua existen. Son meses de abundancia, pero es difícil conservarla. Se guarda pan para mayo, el agua se deja correr.
La ciudad de Huancayo tiene 14 pozos tubulares, agua subterránea, que alimenta a las plantas de captación, ahí donde se trata el agua de las montañas y se la hace bebible. Pero otra vez son cifras ajenas y frías para esta realidad. Echadero es un caño con cadena. Aquí el agua es un sueño, una muletilla de la realidad.
A Elsa Asto, pollera negra, sombrero, sí le sirve el agua de su posito. Así le dice: posito, como si fuera su mascota. Vende golosinas y frutas en un triciclo viejo esta mañana y luce molesta, indignada más bien. Un desagüe colapsado pasa casi por sus pies y la pestilencia es insoportable. Metros más arriba el buzón culpable bota agua negra a borbotones.
—Todo el día va a estar así. Esto perjudica a todos, más que nada a mí, no voy a poder vender —dice cortando un pedazo de sandía sobre una mesa pequeña de madera.
Echadero no tiene saneamiento. No hay tuberías conectadas a todas las viviendas para el funcionamiento de sus desagües. Hay una troncal provisional que pasa por la calle principal a la que se han conectado las casas más cercanas. Pero son demasiadas y por ello el colapso que se repite cada tanto. Las casas que están más lejos no pueden conectarse. A esas familias les toca usar silos, cuartos de madera y calamina con los que me encontraré en un rato. Ahora Elsa me cuenta que hoy hizo cola desde las 5 de la mañana para recoger algunos baldes de agua de la pileta.
—Una pileta en cada cuadra hay. Tenemos turno, a veces alcanzamos y a veces no. Hoy hubo en la mañanita, tenemos que sacar a las 4 o 5 de la mañana si quiera para que tomas. Para lavar tengo mi pocito.
Nadie se acerca a comprar a puesto de Elsa. Ella es de Huancavelica, una región de extrema pobreza, vecina de Junín. Por momentos trato de caminar para alejarme de hedor, pero es como una neblina asquerosa y transparente. Le pregunto por otras actividades que debe hacer con el agua: ¿cómo lava su ropa? ¿cada cuánto se ducha? Me mira, sonríe como si sintiera que le he hecho una broma. Termina de cortar la sandía que tiene, en rodajas, y ahora la exhibe en un mostrador de vidrio.
—Con el posito a veces. Yo vivo 13 años, somos 8 en mi familia. Las frazadas lavamos en el río Chaclas, a veces Huari. Todos los que entran para alcalde prometen agua y nunca cumplen.
Sedam, además de repartir el agua, es la empresa encargada de reparar este desagüe colapsado. Nery Ramos, una madre joven se acerca y me pide que la acompañe unos pasos, en el camino me cuenta que siempre llama a la central de la empresa cuando la tubería se atasca y los desechos salen a la luz como peces de mierda. Vienen, reparan y se van. A los dos días, la misma historia mojada. Nery destapa ahora un buzón para enseñarme lo que tienen que soportar.
—Cuando le decimos arregla bien, nos dice ustedes tienen que pagar más. A veces viene 200 a veces 250 en el recibo. Nuestros hijos les sale ronchas porque los sancudos se vienen. Yo vivo aquí, en todas las casas vuelve (el desague). Hemos llamado a Sedam y no viene, la vez pasada vino, lo ha hincateado y lo dejó, pero adentro está todo piedra.
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Dicen las personas mayores de Echadero que muchos años antes estas calles por las que ahora camino eran una laguna. Que se secó, se convirtió en una pampa y poco a poco se fue poblando. Ahora no hay agua. En una esquina, un pañal de bebé, botellas aplastadas, bolsas negras y perros husmeando son la evidencia de la colonización de un viejo lago. Antes. Otra vez. Era un lugar verde, de eucaliptos y sembríos, maravilloso. Hoy el verde ha sido pintado por el polvo y basura. La extinción del agua es una catástrofe anunciada hace mucho. Para el 2070, los seres humanos tendremos que raparnos el cabello para no desperdiciar agua lavándolo; en 2004, en Zimbawe, las mujeres caminaban kilómetros hasta un lago solo para no usar el agua de sus casas; Inglaterra y Francia entraron en guerra por el Nilo. El apocalipsis llegará en forma de deshidratación.
Dejé a Elsa en su puesto de golosinas para atender la queja de Nery y ahora avanzo hacia el final de la calle. Una acequia sin agua y pestilente la atraviesa hacia el final. A un lado, un cuarto de madera y calamina me recuerda que he visto esos mismos cubos en varias esquinas de este lugar. Son silos, los agujeros que sirven de baño para las casas que no pueden conectarse al tubo de desagüe provisional que colapsa a diario. De alguna manera, son personas con mayor necesidad las que los usan. Al borde de esta acequia, Rosa Urcuhuaranga les lanza comida a sus perros: el Beto, la Saviana, la China, la Flaca y un gato rubio de nombre árabe: Sultán. Rosa usa una toca azul en la cabeza, como una monja. Es miembro de la Misión Israelita del Pacto Universal, un grupo de creyentes cuya fe mezcla lo católico, lo protestante y lo andino. Ella me cuenta que sobrevivió a la pandemia por su fe y no tanto por lavarse la mano (no había con qué) mientras le lanza un trozo de grasa a la Flaca, que hace gala de su nombre. Vive con sus dos hijas y a diario debe acudir a la pileta para llenar tres baldes grandes. No se queja. Su rostro luce tranquilo, feliz de alimentar a unos perros vagos. Por las tardes, sale a vender anticuchos a esa esquina, al lado de la acequia, en las mañanas está en casa, trabaja. En la pandemia debió asistir a la vivienda de sus vecinos para ayudarlos, les llevaba sus alimentos, los ayudaba en lo que podía, al volver a la casa solo le pedía a dios que se hiciera su voluntad.
—Ahora todavía hay agua, en agosto es lo que baja más. A las 6 no hay ya, hasta las 5 nomás.
La Municipalidad de Huancayo viene construyendo muy cerca de aquí un pozo tubular que costará 1 millón y medio de soles, aproximadamente. Se trata de un boquerón en el suelo donde hallaron agua para abastecer todo Echadero. Pero falta mucho para que eso pueda ser realidad. Me lo dijo Facunda, Elsa, Nery. Nadie lo cree. Hace 20 años empezó esa promesa: un pozo tubular les solucionaría la vida. Lo que las autoridades se olvidaron es poner las conexiones domiciliarias para que el agua llegue. ¿Cuánto tiempo deberán esperar ahora?
—El pozo, uy, han dicho un año, pero demorará siquiera 5 años —me dice Mariluz Orihuela en la puerta de su tienda, donde vende helados de crema.
Su casa es de dos pisos, un tanque arriba y otro abajo. No tiene problemas con el agua, pero sabe que allá al fondo de la calle, donde aún hay hierbas y empiezan las chacras, la gente no tiene ni siquiera piletas y su posibilidad de conexión es aún más remota.
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Han pasado seis meses desde que visité Echadero. Es diciembre, invierno, pero las lluvias tardan. Su población recibe agua con cisternas porque ya no llegan ni gotas hasta las piletas. Visité Echadero en junio, cuando las diez lagunas que abastecen de agua a todo Huancayo allá en lo alto del nevado Huaytapallana aún estaban llenas. Hasta hace unos días Sedam evaluaba un racionamiento de agua. Pero esos procedimientos son para viviendas con redes públicas: en Junín son 47.6%, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática al año 2019. Los demás viven sin conexiones, como Echadero, o robando agua de tubos ajenos, o bebiendo agua no apta para consumo. De estos últimos, son un 22,8% a nivel nacional y en zonas rurales ese número crece: 68,4% bebe agua no potable. Mientras, Echadero espera sus conexiones domiciliarias ahora que se construye el pozo tubular, pero espera también su turno para llenar su balde. Es imperioso evitar que se derramen.
Cierren los caños.