La tradición es pasar en la madrugada, antes (de) que amanezca, antes (de) que haya luz. El agua del río viene bendecida. Máximo Ureta. 53 años. Agricultor. Toma un trago en su vaso de plástico, mueve las piernas para calentarse bajo la ropa mojada que lleva y sonríe medio mareado. Tómanos una foto, me dice. Obedezco.
—Yo me sentía postrado. Este es mi segundo año y mira cómo estoy: bailando y gozando.
Máximo acaba de cruzar el río Yacus sin quitarse la ropa. Tiene puesto una chompa delgada naranja, pantalón de Casimir y zapatos negros llenos de barro. Estamos en el lado derecho y hay cientos de personas cerca de nosotros, la mitad de ellas en el agua: bailando, celebrando, salpicándose o intentado vencer a la corriente.
Aquí empujarse es una licencia y lanzar al amigo una celebración general. Dos bandas de músicos con abrigos negros largos tocan en ambas orillas a todo pulmón la Pachahuara. Cruzarán cuando el sol se anuncie y la primera que calle perderá. Ahora, 5 de la mañana, estamos en el lado de Huasquicha, un barrio de la provincia de Jauja, con una botella de Calientito para resistir los 0 grados de temperatura y yo he descartado la posibilidad de ser parte de la ceremonia. Total el honor no me salvará de morir con hipotermia.
Lo natural en la sierra del Perú es darse un chapuzón al mediodía y con el sol en pleno. En el Takanakuy tienes que hacerlo a las 4 de la mañana, bajo cero grados, con la ropa puesta y, si puedes, borracho.
En realidad es un reto entre orquestas pero el pueblo quiere ser parte de este duelo. Es el inicio de los carnavales en esta provincia que Francisco Pizarro escogió para ser la capital del virreinato del Perú.
“El Takanacuy era porque en el otro lado, como dice, había una esclavitud”, me cuenta Moisés Hurtado, 40 años. Estamos sobre una pequeña loma al lado río. Desde aquí, una larga fila de gorros de lana mira cómo unos locos arriesgan su vida en nombre del Tayta. Del dios que bendice el agua, que cura enfermos, que aumenta la cosecha.
“Mayu Pata es el mayor de cinco hermanos. Luego viene Paca, Marco, Muruhuay, Cocharcas. Todas las imágenes miran (a) donde nace el sol. Son imágenes encantadas que nadie ha traído, que han aparecido por sí solas”, cuenta Moisés. Se refiere a las creencias que hay en todo el Valle al que pertenece Jauja: El Mantaro. En cada pueblo hay un dios que apareció en un manantial, sobre una piedra, en un árbol. A ellos los celebran. En Los Andes solo conocen dioses alegres.
Moisés no abrirá las aguas del río Yacus como su tocayo hebreo pero dice de sí mismo ser el hombre que más sabe sobre Takanakuy y Pachahuara. Aunque ahora ha bebido lo suficiente como para que sus palabras salgan desordenadas y me obliguen a un doble esfuerzo de entender en medio de la bulla de la banda, los murmullos de la gente que se burla de los bañistas y el llamado del cafecito caliente de los ambulantes que pasan con su bandeja. Está amaneciendo en Huasquicha.
La historia es esta. Al frente del río está el barrio de Santa Ana. En el siglo XVIII existían haciendas donde trabajaban esclavos negros. Un día decidieron olvidar sus cadenas y cruzaron hacia Huasquicha por el río, bailando y saltando de contentos. Huasquicha, que en lengua quechua quiere decir casa abierta, los recibió en honor a su nombre.
Mientras pienso si entrar al Yacus puede ser una opción para mejorar mi reporteo converso con Nohelia Ñaupari. Está comprando un Calientito en uno de los 30 puntos de venta de licor que se han instalado sobre mesitas de madera en la orilla. Estudia Contabilidad, es pequeña como una niña, de cabello negro, tiene 22 años y acaba venir de la otra orilla. “Los mayordomos nos traen Calientes pero eso se acaba porque hay mucha gente. Y no podemos abastecernos. Por eso hay señores que venden sus Calientes que son muy ricos”. Para meterse a un río helado, de madrugada, con ropa y bailar como un poseso en el medio hasta cansarte hay que estar loco o borracho. Nohelia compra su Caliente a 5 soles y comparte con su amiga Sofía: 20 años, también estudiante. Ambas se dieron “valor” antes de ingresar bebiendo dos botellas. Inspiración dirían los poetas si no las vieran temblando como gelatinas luego se su hazaña.
Cada barrio tiene un caporal que es la persona que pagará la banda, la comida y el Calientito, el trago tradicional durante la fiesta. Sin ese licor cruzar el río será solo una broma de mal gusto.
Según una investigación de J. King, los seres humanos somos homeotermos, animales que podemos autorregular nuestra temperatura en 37 grados o sobrevivir a temperaturas extremas. Pero no a las bajas. Por eso inventamos la ropa y las casas. Luego de un chapuzón como este, entonces, morir no es una posibilidad remota.
Magaly Pérez es una ama de casa y no se arrepiente de estar empapada hasta los huesos. Total, si hay fe es fácil. Es bajita, lleva un gorro rosado, la casaca doble, tiene un lunar en la mejilla derecha y sonríe. La banda no ha parado de tocar desde las 4 de la mañana que llegó así que cada entrevista es una conversación a gritos. Quienes tampoco paran son los devotos. El río nunca está vacío. Veo caras asustadas, sonrientes, nerviosas. Otras deformadas por el licor. Una mujer que acaba de meterse abre los brazos, como saludando al cielo, hunde todo el cuerpo y luego sale. Tiene el cabello pintado y suelto, pantalón de jeans ajustado y casaca de cuero roja. Es bella. Alta. Está ebria. Debe tener unos 30 años. Camina un poco y vuele a ejecutar el ritual hasta que observa un grupo de muchachos con el torso desnudo y ebrios como ella y se va bailando. Como esclava del siglo XVIII.
“Cuando lo haces con fe pasas al otro lado sin problemas. Pides por tu salud, por tu familia, yo ya paso 4 años”, me cuenta. Magaly cruzó con tres familiares: dos mujeres y un varón. En fila, cogidos de los brazos para ayudarse si es que alguno resbala. Enfrentar al río también tiene estrategias. Los verdaderos devotos cruzan con los brazos sujetados como cadenas y van a paso lento. Como rezando. Los alegres visitantes embriagados por el Calientito lo hacen solos, con el pecho erguido, el frío los hace más valientes. Desde mi ubicación y mientras converso con Magaly hay una mujer que intenta grabar este espectáculo con su celular pero es muy pequeña y solo logró grabar espaldas de colores.
El primer mito que explica el origen de este Valle tiene que ver con el agua. El dios Tulumanya creó a dos serpientes gigantes llamadas Amarus y las crió en la laguna del Collasuyo. Ambas peleaban tanto que un día Tulumanya hizo caer rayos que mataron a las serpientes y una lluvia que desbordó la laguna y bañó a todo el valle. Ese día, nadie cruzó al otro lado.
El río Yacus se ha reducido con los años. Ahora el cauce es más angosto y la gente aprovecha la orilla llena arena y hierbas para bailar, beber y dormir. “Esta agua es poco, aquella vez esta agua estaba lleno”, dice Pedro Huamán, 53 años, quien recuerda que hasta sus abuelos pasaban. El hombre es macizo como un árbol, exacto para una lucha cuerpo a cuerpo con el agua. De su mano cuelga una campana pequeña. Solo algunos la llevan. Levantan los brazos, la sacuden y bailan al compás de la Pachahuara. “La campana significa los cotones que bailan en la fiesta. En las damas es el puro”, me explica. El puro es una sonaja de calabaza seca que por dentro lleva semillas. Pedro es de los que cruzan el Yacus por creencia. Ahora se va a casa a cambiarse. Es consciente que bastarían unas pocas horas para contraer una neumonía con la ropa mojada con este clima.
Mientras busco irredentos que hayan cruzado el río tropiezo con un hombre tirado a un lado de la celebración, babeando, dormido. A su lado están otros chicos que al parecer son sus amigos. El joven de casaquilla azul ha vomitado y está de cúbito dorsal, como en su cama, lo que podría llevarlo a asfixiarse. No debe de tener más de 25 años. Todos lo ven pero nadie lo ayuda como si todos asumieran que es parte del rito.
Son las 8 de la mañana y Huasquicha solo espera que empiece el reto. La banda de músicos se aproxima a la orilla. “Algunos se caen y pierden sus instrumento. A otros los arrastra el río y salen abajo, por el aeropuerto”, me cuenta Jhon Cárdenas, periodista, el amigo con quien llegué de madrugada hasta este lugar. El barrio está a 10 minutos del centro de la ciudad luego de travesar grandes hectáreas de sembríos de maíz, trigo, papa y otros alimentos de clima seco y templado. A pocos pasos del río hay una pampa que se ha convertido una exposición de vehículos. Los visitantes han llegado con sus carros y ahora salir será un problema. En los pequeños espacios entre máquina y máquina algunos comerciantes aprovechan e instalan puesto de comida en carretas pequeñas. “Se vende caldo de gallina”, se lee en un letrero al lado de auto Toyota del año.
Antes de partir me encuentro con un funcionario de la municipalidad de Jauja: Galois Huaylinos es gerente de Servicios Públicos y es la primera vez que cruzó el Yacus por devoción al Tayta Mayu Pata. “Yo he escuchado muchas historias y cuentos pero recién lo he vivido en carne propia el día de hoy”, me dice. Y le gustó tanto que cruzó y volvió 5 veces. ¿Puede el frío ser tan sugestivo como el descanso en una cama tibia a esa misma hora?
Una vez proclamada la banda ganadora, el caporal invitará al pueblo a traer el monte. Cortar un árbol, llenarlo de regalos, y volver a plantarlo para luego cortarlo con un hacha bailando alrededor de él. Cada año, de esta forma, uno puede ser más cristiano.