Portada del libro y foto del escritor peruano.
Portada del libro y foto del escritor peruano.

Hay libros que a uno lo conmueven, lo descuadran; otros que lo atrapan. Hay otra especie de textos que se adentra en uno y lo invade, una suerte aprehensión vinculada al nivel de identificación entre el lector y las páginas. Son de los que, si se sufre de letras, lo impulsan a escribir con esmero. «Hasta perder el aliento. Cuaderno de letraherido I» de Guillermo Niño de Guzmán es una de estas rarezas. Se ha dicho que funciona como un cuaderno de bitácora, pero puede ser muy bien un diario, una agenda literaria, un recetario anatemizado por el arte. Hacía mucho que la literatura peruana no producía un texto tan sincero, sensible cuando no erudito y lleno de ideas que uno toma como quien atrapa la bolilla de un sorteo.

Ha dicho Niño de Guzmán que inició como un cuaderno de apuntes (uno comprado en París con fotografías de Doisneau en la pasta) cuando vivió una temporada en Europa: libros, cine, música, pintura, teatro. Allí escribía sus hallazgos y reflexiones. Con los años, y venciendo el pudor gracias a un amigo, aceptó que eso que había llenado en tanto tiempo podía ser publicable. Bendita sea la impudicia.

Uno puede abrir «Hasta perder el aliento» en la página que el azahar escoja y estar frente a una nueva teoría del cuento de Eloy Tizón o un argumento sobre por qué Keith Jarrett es tan maravilloso. Quiero decir, hay un escritor confesando sus pasiones inconfesables; mostrando sus dudas, sus nimiedades. Es allí donde uno halla el espejo. Eso permite entrar en confianza y avanzar con la amenaza que a la página 265 el vicio acaba.

Para tantos letraheridos como este servidor, funciona también como una suerte de algoritmo que, sin conexión, ha determinado tus gustos y los enlista para el goce de quienes lo descubran. Niño de Guzmán recomienda a Steinbeck, a James Salter, a Fred Hersch, a Chet Baker, traduce a Jacques Prévert por puro gusto, hace un ranking de cuentistas latinoamericanos y nos obliga a leer a Filisberto Hernández. Un taller de escritura en silencio que, previa advertencia, lo alienta a uno para andar el camino. Y es que sí: es un libro para quienes gustan de leer y garrapatean páginas soñando con ser escribidores.

Había dicho que también puede ser leído como un diario. Además de las anécdotas que el escritor anota (cómo Onneti corrige a Borges en una traducción de “Las palmeras salvajes” y cómo De Guzmán corrige a Onneti, por ejemplo), aparece su obsesión contagiante por el jazz, descubierto gracias a Cortázar y descrito a través de sus ídolos personales. “Vivir el jazz siempre ha sido una aventura extraordinaria. (…) ha sido tan fuerte como una adicción, un vicio incontrolable” (p. 193), confiesa.

El ineluctable oficio de escritor es explicado por De Guzmán desde las voces que lo llevaron a él mismo a ser consciente de lo que hacía. Cita la furia de William Styron: “Enfrentémoslo, escribir es el infierno” o esta reflexión de W.G. Sebald que es una maravilla de la desesperanza: «Cuanto más tiempo llevo en este oficio, más me cuesta y más difícil me resulta. Es una profesión rara, en casi todas las demás profesiones vas adquiriendo la sensación de seguridad en lo que haces, pero al escribir, cuanto más lo haces, adquieres una sensación de incertidumbre».

Para quien halle en el fárrago del quehacer literario una forma de entender la propia vocación, este libro propone un orden y una hipótesis sobre el arte: es de la experiencia más profunda y caótica de los genios de donde se oxigena mejor la vocación.