Sonia: La mujer del eterno cabello corto que descubrió los secretos de las extensas melenas
Sonia: La mujer del eterno cabello corto que descubrió los secretos de las extensas melenas

Sonia Rosado acaricia un mechón de cabello en la sala de su casa. Mientras habla, sus dedos veneran esa maraña rubia con una delicadeza de orfebre. Hace seis años, mientras tejía “extenciones” para una mujer, se dio cuenta de que la vanidad podía caber en una trensa y ella ofreció sus manos. Hoy ha hecho de este comercio una ciencia que la obliga a entender que la grasa capilar puede cuidar mejor que un shampú o que una cabellera pálida puede ser síntoma de anemia. Con la calma de una maestra amable, la señora Rosado cuenta cómo buscar melenas largas puede ser una forma de entender los miedos decolorados del ser humano.

El día que le cortaron las trensas por primera vez, a los 12 años, su padre las guardó mucho mejor que su anillo de bodas. Era una especie de cábala para para impedir que el tiempo se lleve a su niña. Sonia no volvió a verlas sino solo en las cabezas de extraños a los que ahora convence para quitárselos. Su cabello se niega a crecer hace un lustro y su forma de nostalgia por esas fibras fanfarronas es un lamento breve:

—Hará 5, 6 años no crece, ahí nomá se queda, por eso digo oh, qué me habrá pasado —sonríe. Sonia es pequeña como una niña, tiene el cabello lacio y oscuro y una seriedad de madre complaciente. En casa no hay ningún objeto que hable del pelo. Solo un Nacimiento que quedó de La Navidad y una mesa de comedor vacía. Hay orden. Todo está peinado.

Una buena cola te exige disciplina. Se necesita ser sensible a las melenas largas, cortar las orquillas que malogran el paisaje o limpiar los pelos sucios con un shampu sin sal. Sonia Rosado aprendió esto mientras era rechazada por melenas al paso. Ahora sabe que los tamaños más comerciales son 55, 60 y 70 centímetros, que los cabellos vírgenes tienen compradores fijos, que los cabellos de la selva son más finos pero en la sierra están los más voluminosos pero, sobre todo, Sonia sabe que a veces puede estar más cerca de ser una bruja que una estilista. La han confundido e insultado por eso. La gente cree que quiere hacerles brujería y le han rechazado tantas veces que ya le resultan risibles ese tipo de personas.

El cabello ha sido objeto de todo tipo de profesías en la historia. Sansón tenía su fuerza en la melena, para los egipcios significaba estatus, los Punk lo usaban como forma de protesta, Alan Pauls escribió “Historia del pelo” sobre lo que significó un peinado en la Argentina de los 70. Sonia Rosado supo que las mujeres no se dejan tocar el cabello por un varón cuando oyó un mito que suena a mandamiento para quienes aman un buen peinado:

—Ellas dicen no, si me agarra un varón mi pelo no va a crecer.

Está seria. Como cuando escoge cabellos cortos en un bosque de pelos largos. Los tiene que separar para que la cola se vea uniforme y tenga la elegancia de un pavo real cuando sea usada. Mira, muestra la cola rubia, aquí al medio hay cabellos pequeños pero son pocos. La mayoría de mis colas son parejitas, uniformes. Sonia entendió que no solo se trata de vender un ovillo de fibras para ganar más dinero sino de un quehacer religioso donde la vanidad es el único dios de la teocracia. Ese detalle ha permitido que pueda llevar pelos peruanos a salones de belleza aztecas. Vieron su estilo sibarita y le empezaron a pedir por mínimas cantidades que fueron en aumento. Ahora tiene en ese país a un cliente fijo. Uno que además vende esas pelambres en otras partes del mundo como si fueran suyos. Las cabelleras que Sonia cortó en la ferias de Coto Coto en Huancayo o en Chupaca pueden estar peinándose hoy en la China o Bogotá, vender cabello después de todo puede unir al mundo en un solo moño.

Estas colas ajenas hacen más bella a la gente. Las usan como extenciones. Como pelucas. Puede ser de un solo color, o balayage, o “iluminaciones”. La primera cuadra de la avenida Abancay, en Lima, es el ombligo de este negocio. Allí están las “mafias”, los identifica Sonia en el secreto silencio de su casa en el barrio de San Carlos en Huancayo. Allí supo que entre enero y julio la temporada es baja, que los cabellos ondulados se venden poco o que debía huir de ahí si quería que su pequeñísima empresa crezca como el pelo de una quincerañera. Ahora tiene chicas que trabajan para ella en Pucallpa, Satipo, Huaycán, Huancayo.

Un día, se anima mientras enseña el producto piloso que hoy llevará a Lima en pequeñas bolsas de plástico, consiguió un pelo de un metro veinte. Era una maravilla. Un regalo del ondulado azar . “Era de mi tamaño creo”, se burla. Le gustó tanto que no quiso venderlo y lo guardó como un jardinero que conserva su mejor rosa. No solo se trata de una forma de preocuparse de la belleza de otros sino de nuestra propia naturaleza. En la suavidad de una melena puede estar la inocencia de una niña que se hizo su primer corte o la necesidad de un músico que enviudó a su cuero cabelludo por dinero.

Sonia se toca la cabeza cuando le pregunto si ha perdido la esperanza de que le crezca el cabello.

—Tanto cortar pelo, no crece mi cabello.

Su mayor consuelo, por ahora, es encontrar pelambres que acepten anidar en otras melenas. 

TAGS RELACIONADOS