“Cometimos delitos, pero déjennos morir con dignidad”
“Cometimos delitos, pero déjennos morir con dignidad”

Escrito por Milver Ávalos 

“Me voy a morir, amigazo”, dice un interno del pabellón A1. “Ya tenemos los síntomas de ese virus fatal”, lo asegunda otro. “A la firme, yo ya estoy cagao, ya me picó esa enfermedad rara, se lo recontra aseguro sin necesidad de pruebas rápida y tanta sonsera. Ahora le voy a decir el porqué de mi certeza: mire, una celda tiene nueve tumbas, camas de cemento. Por lógica deberían meter a nueve punteros. Pero aquí no, nos arruman 25, dormimos uno sobre otro, unos tirados por el piso, por el baño. Si uno da positivo es de ley que lo tenemos todos. Y, por cierto, ya dio positivo un adulto mayor –complementa un tercero–. Y por si acaso, esto no es falso, como dicen las cabezas de la prisión. Ni nos estamos victimizando, ni andamos sicoseados”.

Y tienen razón: convivieron con el primer interno fallecido por coronavirus. No lo vieron cuando se incubó el virus, pero sí vieron cómo lo dominó al anciano de 67 años. “El tío Orestes Reyna guerreó cómo miércoles con los técnicos: a cada rato se iba a la puerta del piso. Se prendía de las celdas como gusano para no caerse, porque el dolor de cuerpo no lo dejaba estar de pie. A eso súmale al cansancio por la intensa fiebre. Llegaba molido el tío a la reja, y eso que no está muy lejos. Se prendía de los fierros, hinchaba el pulmón de aire y gritaba: “¡Técnico! ¡No me quiero morir! ¡Ayuuuuda! Según él gritaba fuerte. Pero a la firme más fuerte maullaba un gato. Y los técnicos ni un pelo se les movía. Don Reyna quiso volver a llamar a los inpes, pero ya no tenía fuerzas. En la manzana se le había atracado una tos seca que no había cuando arranque. Con su puño se tapaba la boca y con la otra mano se cogía su estómago. Quise llorar, como lo hacen los hombres, de rabia y de dolor. Todos corrimos a las rejas para prestarle nuestras gargantas. ‘Desde estos momentos nadie se calla hasta que no venga los tíos a llevarlo al anciano al hospital’, dijo una amistad. Y así fue: empuñamos fierros, palos de escoba, cucharas y platos para chancar las rejas. Esquizofrénicamente, gritábamos por él: ‘¡Tío, abre tu puerta! Por favor. El hombre no puede respirar. No sean malos, abran que se nos muere. Sácalo al médico, dale chance que el viejo luche con el virus en el hospital. Somos humanos, no pedimos que nos trates como reyes, porque hemos cometido delitos, pero por lo menos déjanos morir en manos de los que saben. Tanto fue la bulla que los bandidos de otros pabellones se sumaron a la misión de sacarlo a los inpes de sus puestos de seguridad”.

“Después de media hora, Don Reyna no soportó más. Vomitó y ardía en fiebre. A las justas hablaba: ‘¡Ay! me duele los huesos. Ya no aguanto más el dolor, muchachos, cuídense mucho. Me temo que de esta no voy a salir. Tengo miedo’, y reventó en llanto y casi ahí nomá se desmayó. Volvimos atizar con más rabia la protesta: técnicos de mierda, ayuden. El tío ya no jala. No sean ventajistas. Silencio por parte de ellos. Y mucho ruido por nuestro lado. Y si pensaban que nos íbamos a quedar afónicos, se equivocaron y bien feo. Nos plantamos toda una ahora, tiempo que demoraron en brindar los primeros auxilios. A la firme, Don Reyna ya estaba frío, cuando lo sacaron alzado a la furgoneta”.

AQUELLA NOCHE

La noche del lunes pasado, en el momento en que a Orestes Reyna Chun lo aislaron en el hospital Regional de Trujillo, su hija, Gisela Reyna, estaba rogándole a Dios que la tos de su papá sea solo un simple resfrío. El martes, con el sol naciente, llegó la llamada que desató el peor estado de ánimo, la preocupación:

–Su papá se encuentra en el hospital Regional. Está estable –informó la asistenta social–. Urgente necesito la copia de su Documento Nacional de Identidad.

–¿En qué área voy a ir a dejarlo el documento? –respondió.

–Envíame una copia por WhatsApp, nomás.

–¿Por qué enfermedad ingresó al hospital?

–No estoy autorizada para darle ese tipo de información. La doctora del Inpe es la única responsable de soltar esa información. En un corto tiempo se va a comunicar con usted para darle un diagnóstico detallado de su papá. Por ahora quédense en casa, porque no están dejando entrar en el hospital. Su paciente está estable –mintió. No tuvo la frialdad de los médicos para dar malas noticias: tu papá tiene Covid-19.

La noticia estaba turbia. Que está estable, pero que no podemos verlo, ¿cómo es eso?, dijo su hermana, mientras con la mano hacía parar el primer taxi que cruzó por su cuadra. El auto avanzó por el escaso tráfico. En el hospital se encontró con la barrera infranqueable de la seguridad: “No puedo ingresar”. Su instinto le habló, cambió de estrategia, insistió en tono amigable, “amiguito, a mi viejito lo han internado anoche, lo ha traído del penal, y temo lo peor: que se haya infectado por esa enfermedad que está de moda, él ya ha presentado síntomas adentro. Déjame entrar, por favor, voy rapidito a preguntar en qué área está y salgo”.

El guachimán lo miró y se alejó de la puerta en silencio. Mientras lo observa guardarse en su puesto, ella se acordó que tenía un conocido en el hospital que nunca le negaba un favor. Sacó el celular y, con rapidez, los buscó entre sus contactos. “Amigo, un favorazo, averigua en qué área está mi papá”. “En un toque”, contestó. Se las ingenió para conseguir el historial clínico del paciente. “Está aislado, ha dado positivo para Covid-19”, notificó, cortó en seco y desactivó sus datos de WhatsApp. No estaba preparado para responder ¿Qué probabilidad se salvarse tiene mi papá? ¿Morirá? Ella llamó por acá, por allá, pero nadie contestó.

EL DOLOR ARRECIA

“Cuando la tristeza inunda, con las únicas personas que uno puede desahogar, llorar, lamentar, maldecir, es con la familia. Si no para qué están”, se dijo, y marcó el número de su hermana: “Qué pues, mana, mi papá tiene el virus. No tienes ni idea cuánto odio a la doctora del Inpe, por culpa de ella murió mi papá. Yo quise sacarlo el día lunes nomá al mediodía al hospital. Cuando le comenté que mi papá había llamado a decirnos que no podía respirar. Y la muy, muy… me contestó, que qué raro, porque adentro los atienden a todos. Yo no me dejé y lo volví atacar, ‘mi papá me ha dicho que no le hacen caso, que ha bajado al tópico y lo han regresado a su celda. ‘Todavía puedes caminar’, le dijeron. Ahora él tiene miedo bajar, porque está llenito de infectados, por eso nos suplicó que los saquemos de emergencia al hospital. ‘No, eso es mentira’, me dijo. Yo volví a joder, porque en el penal se logra algo jodiendo, no hay de otra y lo sabes. ‘Entonces, deje que por lo menos le pase agüita y pastillas’. Y ella volvió toda prepotente, que no, que adentro tienen todo. Se guardó a su ratonera, cuando empecé a reírme a su cara de sus mentiras. A las 8, papá me dijo que no había agua, ni pastillas, ni alimentos nutritivos”.

El dolor alteró las lágrimas de Gisela y congeló el tiempo verbal en pasado: “Mi papá estaba para que salga el mes de marzo, ¿lo puede creer? El siete era su audiencia, pero como no se presentó la psicóloga lo reprogramaron para el 31 y vino esto del virus, y salió cadáver mi viejito, carajo. Dígame si eso no es estar salao’. Para el fin de mes ya lo había ordenado su cuarto, puse la foto de mi mamá fallecida hace tres años, su ropa limpia, planchada y dobladita. Todo eso ¿para qué sirve? Cuando la vida te arremanga un cachetadón”, expresa.

Ahora ella vela la camisa rosa bebé manga larga de su papá y un pantalón oscuro. Detrás, justo al lado de su cuello, su esposa muerta tiene las manos cruzadas en la pierna, como las fotos clásicas de la historia, y esboza una sonrisa. A los costados tres velas blancas se derriten en un recipiente del tamaño del puño y en medio una caja de velas enteras esperan su momento para suplir a las descabezadas. A Gisela le duele no haber visto a su papá ni a través de un vidrio, aunque sea. “Todo fue muy rápido: a primera hora del miércoles nos llaman del hospital a informarnos que mi papá está entubado y tiene mucho reflujo, y que había dado positivo, que esperemos que en lo largo del día reaccione y si no lo hacía, que nos atengamos a la peor. A eso de las dos de la tarde, recibí otra llamada, pero no del hospital, sino del crematorio. ‘Tu papá está listo para ser cremado, yo lo conozco a él, y te doy mi sentido pésame. Ven mañana al crematorio para hacer el papeleo y para que recibas la hoja de defunción y así te entreguen rápido la urna’. Y así fue todo, en un tronar de dedos se acabó la vida”, explica y se quiebra. Ya no pudo suspender más las lágrimas.