La llegada de Donald Trump a La Casa Blanca ha sido el síntoma más elefantiásico de una tendencia que ha aflorado con el soporte de las redes sociales y se ha desperdigado por el mundo. Y también por el Perú, por supuesto, donde el conservadurismo y la demagogia prenden fuegos diversos que despiden humaredas con efectos embriagantes.
En nuestro país, el populismo -más allá de lo que algunos creen dogmáticamente- nunca ha sido monopolio de la izquierda. En los ochenta la usufructuó el Apra liderado por Alan García desde su gobierno de corte estatista, y en los noventa fue el fujimorismo con sus ajustes estructurales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional el que la detentó y la llevó a la perfección. Por ello, no es de extrañar que su hija, Keiko Fujimori, use hoy la misma estrategia para ganar adhesiones.
En los últimos años, el populismo y la demagogia se acercaron nuevamente a la izquierda a través del nacionalismo de Ollanta Humala. Pero de pronto, con el coincidente ascenso de Trump al poder, en el Perú también se exacerbó el llamado populismo conservador. Este tiene coincidencias con el fujimorismo, pero también con los representantes de los numerosos grupos religiosos que hay en el Perú. Recuerdo cómo, al día siguiente de la victoria de Trump en Estados Unidos, el columnista Ricardo Vásquez Kunze celebraba emocionado este “hito histórico”. Vásquez Kunze es el mismo que apareció “petrificado” en televisión nacional el día que Keiko Fujimori perdió la elección ante PPK, el mismo que hoy es director del Fondo Editorial del Congreso de la República, ese poder del Estado de mayoría naranja.
El conservadurismo populista tiene características fácilmente identificables hoy en el Perú. Reniega de la corrección política (y por eso pondera y sigue a un agresor de verborrea flamígera como Butters), pasa por alto los insultos contra la mujer o los homosexuales y, en el peor de los casos, los promueve y los legitima; cree en la familia tradicional y rechaza todo lo que considera la agenda LGTBI, se siente de derecha pero solo es liberal en lo económico, repele a los que llama “progres” y “caviares” (sus blancos frecuentes), descree de los medios y sus periodistas que no sintonizan con sus ideas y los llama “mermeleros” sin mayores fundamentos.
El conservador populista promueve la posverdad, esa forma de mentira hecha verdad a través del estímulo de las emociones y las creencias populares. Se trata, en definitiva, de una alternativa que pretende romper con el “pensamiento único” o “políticamente correcto” que, para ellos, abunda en el país y en el mundo. Pero el peligro está en su cada vez más creciente oscurantismo y distorsión de la verdad, riesgos de siempre de la demagogia.