El código de la amistad y la corrupción
El código de la amistad y la corrupción

El abogado Erasmo Reyna coge la mano de Jorge Barata, le habla con tono lastimero y le describe el charco de sangre y la desolada imagen de su amigo Alan García el día de su suicidio. Le pone palabras en la boca a Barata: “Usted sabe que él nunca le pidió un favor”. Lo repite, como si necesitara que se lo grabe, como si necesitara convencerlo.

“Nunca me pidió ningún favor, nunca lo pidió”, le dice Barata a Reyna. Su abogado, Carlos Kauffman, diría más tarde que fue inducido a decir algo para ser grabado.

No son pocos quienes han visto en este acto vergonzoso del abogado aprista un gesto propio de ciertas célebres secuelas gansteriles. Una suerte de código. Lo cierto es que Erasmo Reyna apeló a la amistad y a la estrecha relación que solo García y Barata conocen en sus raíces más profundas.

“El doctor García le tenía mucho respeto”, le dice Reyna a Barata, y este responde: “Y yo a él, yo a él. Respeto y admiración”.

Jorge Barata ha admitido ante el fiscal José Domingo Pérez que eran amigos, viajaron juntos, almorzaban, y que incluso el exmandatario acudía a su casa para comer feijoada (una especie de frejolada peruana). En vida, cuando la periodista Anuska Buenaluque le preguntó a García si había visitado a Barata en su vivienda alguna vez, respondió que no. Aceptar que visitaba a uno de los mayores corruptores de la historia del Perú y que departía en la intimidad de su casa con él no era algo de qué enorgullecerse, máxime si es que fuiste presidente.

Pese a todo, Barata no ha dejado bien parado a Alan García en el interrogatorio. Y prueba de ello es que los apristas en su gran mayoría han debido comerse sus palabras de alabanza hacia quien hace poquito nomás era una especie de héroe de la democracia y el honor político. Sin embargo, hay algo que es cierto. Barata está obligado a decir la verdad, pero no hay forma de corroborar lo que él y García conversaban a solas, cuando degustaban feijoada o viajaban en el avión presidencial, cuando bebían en sus encuentros o cuando dialogaban en el despacho presidencial con los muros como mudos testigos. Si Barata no nos cuenta la verdad en ese extremo, nunca podremos saberlo.

Han tenido que pasar más de dos años desde su primera delación para que el exsuperintendente de Odebrecht en Perú mencione por primera vez a Luis Nava y Miguel Atala. Está claro que los encubrió, pero para poder encubrir a quien estaba detrás de ellos: su amigo Alan García. Y lo hizo hasta que ya no pudo, obligado por el acuerdo de colaboración. No sería extraño, por tanto, que en medio de las confesiones que lo hunden le haya reservado algún secretillo para preservarle un poquito al menos de dignidad (“nunca lo pidió”) en honor a los buenos tiempos. Después de todo, Barata sabe que el suicidio fue consecuencia de la verdad que él se estaba siendo obligado a revelar.

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