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¿Cómo es posible que una serie no haya empleado una sola lisura o término soez y sin embargo haya sido capaz de arrancar tantas carcajadas? ¿Cómo es posible esto que es impensable en el humorismo de estos días?

¿Cómo puede haber sido posible que esta serie televisiva haya plasmado parlamentos tan simples, geniales y de complejidad humana a la vez (sin contar lo desopilante que llegaban a ser)?

¿Cómo lograron hacer el milagro del rating imbatible que perdura y no cae con las décadas pese a no jugar con el morbo ni apelar a los instintos? ¿Cómo hicieron para que el humor blanco y hasta inocentón -porque eso era el “Chavo del Ocho”- encandilara a todos al punto de hacerles ver las repeticiones de sus capítulos con la misma fruición y curiosidad de la primera vez?

Bueno, fue posible porque un genio estuvo detrás: Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”. Y porque, claro, estuvo también rodeado de otros talentos de la actuación cómica -que prácticamente no han dejado herederos-, de hecho.

Sin embargo el genio mayor fue él, “Chespirito”, más allá de mezquindades y rencillas y chismes posteriores nacidos del celo y de nuestra propia condición de humanos. Él fue el guionista prolífico y genial, el actor, el promotor y gran cerebro de todo.

Y es que solo una mente privilegiada, un tinglado de genialidad puede haber plasmado en la televisión -esa que muchas veces criticamos y basureamos por sus ligerezas y sus bodrios- una verdadera obra maestra. Porque eso es “El Chavo del Ocho”, un producto cumbre de la televisión que llevó con aparente simpleza y sencillez un complejo sistema intrínseco que incluía elementos que iban desde la difusión de valores humanos hasta la crítica fina a la sociedad.

Claro, Roberto Gómez Bolaños no solamente fue “El Chavo del Ocho”; tuvo otras muestras de su talento con “Chapulín” y otras “Ch”, pero ha sido la serie de la vecindad la que sin duda lo ha hecho inmortal.

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