[NOTA PUBLICADA EN 2016]. El 28 de octubre de 1746 caía viernes. Eran las 10.30 de la noche y la ciudad de Lima se preparaba para dormir. Por esos días la capital del virreinato era una villa no más grande que un distrito pequeño de hoy. Apenas 150 manzanas entre la margen izquierda del río Rímac y el mar Pacífico. Sesenta mil vecinos apagaban los quinqués de kerosene o las velas de sebo que espantaban a la oscuridad. Cinco minutos después, uno de cada tres habitantes estaba muerto.
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La tierra tembló. El mayor terremoto que nuestro país haya registrado. Un cataclismo de magnitud 9 en la escala de Ritcher según las estimaciones modernas, que arrasó con la ciudad jardín, convirtiéndola en un páramo sin vida. El marqués de Obando contó así en una carta, cómo se sintió el infierno.
“En el susto excesivo, que se apoderó de todos los habitantes, buscaba cada uno su remedio en la huida; pero unos eran sepultados debajo de las ruinas de sus casas, y otros corriendo por las calles, eran oprimidos con la caída de las paredes: estos, con los estremecimientos de la tierra, eran transportados de un lugar a otro, y no padecieron sino algunas ligeras heridas: aquellos en fin conservaron la vida, por la imposibilidad en que estaban de mudar de sitio.”
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Lima, la Perla del Pacífico, la Ciudad de los Reyes, era de pronto un cementerio gigantesco. La oscuridad lo devoraba todo. Al silencio inicial le siguieron el gemir imparable de los heridos y agonizantes, la mayoría de los cuales no vería la luz de día. Llantos y gritos de gente pidiendo auxilio, pero no había nadie a quién acudir.
De las 150 manzanas, apenas 24 quedaron en pie tras el terremoto. De los 60 mil vecinos, 20 mil murieron aplastados por los techos que colapsaron sobre sus cabezas, los muros que los sepultaron vivos en sus camas.
No es difícil entender por qué muchos de los sobrevivientes confundieron el terremoto con el Fin del Mundo. Las réplicas se sucedieron hasta que salió el sol pasadas las 5 de la mañana. Las calles estaban intransitables; cuerpos de animales y vecinos se apilaban en desorden en las esquinas. Nadie los podía recoger porque pistas y veredas estaban bloqueadas por los restos de los edificios, ahora convertidos en cerros de adobes y quincha.
En la Plaza Mayor, las torres de la Catedral de Lima se derrumbaron sobre las escalinatas. El Puente de Piedra, se había desmoronado. La Iglesia de San Agustín también, la de San Pablo, igual. Los Barrios Altos llenos de muertos. El Palacio virreinal, inhabitable.
El virrey José Antonio Manso de Velazco (igual les suena más como Conde de Superunda) pasó varias noches en una carpa de campaña, custodiando el sagrario con la hostia. El sacerdote jesuita Pedro Lozano -pese a no estar en la ciudad cuando ocurrió la desgracia- dejó estos apuntes: “Jamás se vio consternación igual á la que se esparció entonces en Lima. Se miraban todos como perdidos sin remedio: continuaban siempre los temblores, y hasta el 29 de noviembre se contaron más de sesenta, de los cuales algunos habían sido fuertes”.
La gente miraba con sorpresa como las monjas de clausura de los conventos salían las más jóvenes, atravesando luego de años los muros ahora caídos de sus edificios (las monjas con décadas de clausura no salieron ni siquiera por el cataclismo). Todo su mundo se había venido abajo. Sus huertos empezaban a ser saqueados por la población hambrienta, asustada y herida.
Los robos empezaron a sucederse y hubo que espantar cuadrillas de saqueadores a punta de mosquetes y bayoneta. Todos pensaban que lo peor había pasado, hasta que un jinete llegó al galope anunciando que se salía el mar. Volvió el pánico y los pocos vecinos que podían tenerse en pie, intentaban tomar el camino de la Cieneguilla o en el peor de los casos, tratar de escalar el empinado cerro San Cristóbal.
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En medio de las chacras que crecían camino al Callao, un rico mercader sobreviviente de un naufragio había hecho levantar un colegio de doncellas, consagrándolo a la Virgen de Carmen. Todavía hoy lo podemos ver, camino al aeropuerto, en el by pass que queda en lo que hoy se conoce como la iglesia de Carmen de la Legua.
Esa fue la distancia que se salió el mar tras el maremoto que destruyó La Punta, con olas que pasaban de un lado al otro del pacífico asentamiento de pescadores. Una legua. Son 4 kilómetros y 800 metros. La próxima vez que pasen por el puente, miren sobre su hombro izquierdo hacia el mar, al fondo y háganse una idea de todo lo que se salió.
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Tanta destrucción solo podía deberse a un castigo divino, concluyeron vecinos y autoridades. “Desde ese mismo momento, los actos de piedad y penitencia se suceden sin interrupción. Procesiones de frailes encenizados, con sogas al cuello, cadenas en los pies y cilicios en los brazos y lenguas, recorren las calles. Algunos se hacen azotar salvajemente y todos piden a gritos misericordia. Los enemigos se perdonan en público; los pecadores confiesan sus culpas a voces; los amancebados se desposan; y todo los que pueden entregan limosnas a los frailes.”, recoge Pablo Pérez-Mallaína en su libro “Retrato de una ciudad en crisis. La sociedad limeña ante el movimiento sísmico de 1746”.
Veinte mil muertos en una ciudad de 60 mil personas. A la muerte, siguió la peste producto de los cadáveres insepultos y pasarían años para que la ciudad vuelva a levantarse de sus escombros. El terremoto afectó casas hasta Barranca por el norte y Cañete por el sur, llegando a sentirse en sitios tan lejanos como Trujillo o Cerro de Pasco.
Octubre siempre ha sido mes de temblores. Ahora, sobre una ciudad de 9 millones de habitantes.
Por Gastón Gaviola @gastongaviola
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