A la ceniza, que obstruye puertas y caminos, se le añade la falta de agua y la destrucción de una carretera en el valle de Aridane en La Palma (España) que hace que la gente tenga que circunvalar toda la isla. (Foto: DESIREE MARTIN / AFP)
A la ceniza, que obstruye puertas y caminos, se le añade la falta de agua y la destrucción de una carretera en el valle de Aridane en La Palma (España) que hace que la gente tenga que circunvalar toda la isla. (Foto: DESIREE MARTIN / AFP)

Los primeros evacuados en regresar a sus hogares tras la erupción del volcán de la isla de La Palma vieron mitigada su alegría al ver lo que les esperaba: un mar de arena volcánica que cubre casas y paisaje.

“Es todo un llano” de ceniza volcánica, “es otro mundo”, se lamentó Félix Rodríguez, un albañil de 61 años, mientras barría la arena de su tejado, solo para tirarla a la terraza.

Rodríguez es uno de los mil evacuados del total de 7.000 a los que se les permitió volver a su casa esta semana, pero, como muchos otros, no podrá instalarse inmediatamente en ella.

A la ceniza, que obstruye puertas y caminos, se le añade la falta de agua y la destrucción de una carretera en el valle de Aridane que hace que la gente tenga que circunvalar toda la isla -- casi dos horas de carretera -- para realizar trayectos cotidianos que antes duraban cinco minutos.

La casa de Rodríguez se salvó de milagro, pero la colada arrasó un cementerio próximo del que ahora solo sobresalen unos nichos altos.

“Esos no me molestaron nunca”, dice señalando a los difuntos, por los que rezó en vano para que la lava no les diera más sepultura.

Como un regalo de los Reyes Magos

La erupción del Cumbre Vieja se inició el 19 de septiembre y se dio por terminada el 25 de diciembre, tras 10 días sin actividad; en ese tiempo, la lava arrasó más de 1.300 viviendas y 1.250 hectáreas de terreno, muchas de ellas cultivadas con plátanos, aguacates, vid.

Carmen Acosta, de 57 años, era de las pocas que podía volver el lunes a dormir a su casa, por primera vez, tras tres meses y medio en un hotel, y se sentía feliz como “en el día de Reyes”.

Su casa es muy sencilla y representativa de la zona: de una planta, paredes de color vivo --azul--, con un huerto, unas viñas que trepan por el porche y unas vistas que se pierden en el océano Atlántico.

Con Acosta viven sus padres, octogenarios, muy cansados por el trasiego, rodeados de las bolsas de ropa, comida y medicamentos que trajeron del hotel.

“Nos queda mucho que limpiar, esto ni en seis meses se va, mucha ceniza, mucha basura... Horrible, esto es horrible”, confiesa.

Negro como un cementerio

La altura de la ceniza cubre los troncos de muchos árboles frutales y sus copas parecen arbustos, de los que cuelgan mandarinas, naranjas y manzanas que rozan el suelo.

Gladys Jerónimo, una empleada de hogar de 65 años recién jubilada, recuerda, mientras barre y adecenta las plantas del porche de su casa, que se hizo la ilusión de una vida de contemplación.

“Pensaba ‘espero disfrutar unos añitos’, pero de momento es eso: tristeza, y limpiar y limpiar”, lamenta.

Jerónimo siente “muchísima alegría e impotencia a la vez: alegría porque se terminó, pero impotencia de ver que no podemos volver” definitivamente por falta de agua.

Su vecina, María Zobeida Pérez Cabrera, una auxiliar de enfermería también jubilada de 68 años, describe su impresión al volver a la que fue la casa de sus padres, ahora su segunda residencia.

“Horroroso, como un cementerio. Todo lo que veías alrededor era negro, todo, no existían ni piso, ni tejado, y las plantas eran negras”, narra Pérez Cabrera, cargando y empujando enérgicamente carretillas de ceniza que vuelca en una pila a unos metros de la casa.

Ante la tarea que les espera a su marido y a ella, encuentran consuelo en una idea: “la teoría que tenemos, [es que] lo que quitamos hoy, mañana no está”.

Adiós espectáculo, hola realidad

Jorge Díaz Hernández es un agricultor de 36 años que desde hace más de 10 cuida de una finca familiar de plátanos.

Forma parte de los miles de evacuados sin fecha de regreso: es “la gran pregunta del millón, no lo sé”, responde, encogiéndose de hombros.

Habla desde la cima de la montaña de Las Rosas, en Los Llanos de Aridane, un punto privilegiado para observar la evolución de la erupción, al que subía a menudo para adivinar si su finca seguía en pie.

La propiedad resultó intacta, pero calcula que necesitaría tres años para devolverle la productividad y está harto.

“Me bajo ya del barco, me voy a dedicar a otra cosa”, afirma Díaz. “Ya estaba quemado del trato que había con la agricultura, con el plátano, los precios, los gastos del agua y todo eso. Es como la gota que colmó el vaso”.

“El volcán era un espectáculo dentro del drama, tenías algo. Y ahora se acabó, se acabó la nube, estábamos en una nube y ahora estamos en la realidad”, lamenta.

Fuente: AFP

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