Era 1972 cuando Ana Amorós cayó presa en el preludio de la dictadura uruguaya. Sobre su cuerpo desnudo un grupo de militares pasó una fusta antes empezar a violarla.
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Igual que Amorós, Brenda Sosa, Luz Menéndez, Ivonne Klingler y Anahít Aharonian eran veinteañeras cuando pasaron por centros clandestinos de tortura.
Todas forman parte del grupo de 28 expresas políticas que en 2011 interpuso una denuncia penal ante la justicia uruguaya por violencia sexual y violación contra más de 100 agresores, la mayoría militares, en el contexto de la dictadura (1973-1985).
Ante la dilación de la justicia de su país, el grupo planeaba presentarse este año ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para plantear su situación.
Sin embargo, la pandemia retrasó sus planes y ahora deben esperar que la CIDH las escuche en una audiencia pública en marzo de 2021, dijo a la AFP Flor de María Meza, abogada del grupo.
La denuncia permitió sacar a la luz historias enterradas en las mazmorras de la tortura, algunas recuperadas en este trabajo a través de testimonios recogidos por AFP desde 2019.
Los abogados que representan a los militares no respondieron a una solicitud de AFP para dar su postura sobre las acusaciones de estas mujeres.
Brenda Sosa se escondía en una casa de campo en Canelones, cerca de Montevideo, cuando la vivienda fue rodeada por militares una noche de invierno en 1972. Entonces tenía 21 años y era parte de una célula de apoyo logístico al Movimiento de Liberación Nacional (MLN), los “tupamaros”.
En aquel momento ese grupo guerrillero, al que perteneció el expresidente José Mujica, “estaba en su auge, tenía una buena imagen, tipo Robin Hood, y yo soñaba con entrar”, dice Brenda, ahora una jubilada de 69 años casada y madre de dos hijos.
En las décadas de 1960 y 1970, en el contexto de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS, se instauran en América Latina una serie de dictaduras apoyadas más o menos abiertamente por Washington, según revelaron posteriormente documentos desclasificados del Departamento de Estado.
Una fue la de Uruguay, en junio de 1973, que precedió en pocos meses a la de Chile y se alargó hasta 1985. El pretexto invocado por los militares y los civiles que la impulsaron fue “el peligro” que representaban para la democracia los movimientos guerrilleros de izquierda, el más famoso de los cuales era el MLN, que ya había sido derrotado y cuyos principales dirigentes estaban presos o muertos.
“Comenzaba el manicomio”
La noche de su arresto, Brenda Sosa fue trasladada al noveno cuartel de caballería, en el noreste de la capital. La sometieron a interrogatorios que incluían ahogamientos y descargas eléctricas en pezones y en genitales con un aparato que los uniformados llamaban “la picana”.
En una de esas interminables sesiones, la pusieron cara a cara con un compañero de su grupo guerrillero. “Lo trajeron para que presenciara cómo me torturaban, para hacerlo hablar a él”.
Un mes antes habían aprehendido a Ana Amorós, integrante de la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales, agrupación armada anarquista. Fue detenida en un local del grupo que cuidaba con una compañera. Estaban cenando cuando dos camiones repletos de militares se presentaron en su puerta, relata en su casa del barrio montevideano del Prado.
Empezaron “a agarrar toda la ropa interior y a hacer bromas. Ahí me puse nerviosa”, dice. Apenas “comenzaba el manicomio”, recuerda Amorós, una escritora de 72 años que tuvo cuatro hijos -la mayor de ellos, una chica, falleció.
En cuanto llegó al cuartel la desnudaron. “Te pasaban una fusta, lo que usan para pegarle a los caballos, te la pasaban por todo el cuerpo. Yo estaba con los ojos tapados, sabía que había un montón de hombres”.
Unos días después la llevaron frente al entonces coronel Gilberto Vázquez, que le dio un café y un cigarro y al no hallar respuesta “se puso denso”, dice Amorós en un murmullo.
“Fue la primera vez que me violó. Yo pensaba que si eso algún día pasaba lo iba a morder, a arañar, que le iba a pegar en los genitales. Yo pensaba que uno se podía defender. No hice nada”.
Vázquez, actualmente en prisión domiciliaria por delitos durante la dictadura, quedó en el centro de la polémica meses atrás al conocerse viejos documentos oficiales en los que admitió haber torturado y asesinado a detenidos.
“Nosotros ejecutamos, no asesinamos, que son cosas muy diferentes. Nosotros no torturamos, nosotros apremiamos porque no había más remedio, el mínimo imprescindible para sacar la verdad”, dijo Vázquez a un Tribunal Militar de Honor en 2006, según unas actas que salieron a la luz en agosto pasado.
“Las reglas de la casa”
La dictadura uruguaya ilegalizó a todos los partidos políticos y los sindicatos y reprimió a las organizaciones de izquierda. La persecución incluyó a trabajadoras, sindicalistas y estudiantes.
Al escuchar en la radio la noticia del golpe de Estado, Ivonne Klingler, que entonces era estudiante de medicina en la Universidad de la República y militante del Partido Comunista, metió una muda en una mochila y corrió a tomar la facultad con otros compañeros para resistir al poder militar. Pero ese intento duró sólo unas semanas. Igual que muchos, Klingler, hoy en día médica jubilada de 72 años, madre de dos hijos, quedó fichada.
Lo mismo le pasó a Luz Menéndez, detenida en 1978 y recluida en La Tablada, un predio de Montevideo convertido en otro centro de tortura.
Entre sus victimarios estaba Jorge Silveira, a la sazón un temido coronel, ahora preso por otros delitos. Uno de esos días terribles en que Luz recuerda las demenciales torturas en un aparato conocido como caballete, este militar la condujo a su oficina.
“No gorda, quedate tranquila que vos de acá salís viva. Yo te prometo, te garantizo que de acá vas a salir viva. Eso sí, vos que sos comunista vas a rogarle a Dios para morirte porque te vamos a hacer conocer los límites de la locura”, le dijo Silveira, según el relato de Menéndez.
“¿Quién te iba a escuchar?”
Después de pasar por la tortura, las presas políticas eran trasladadas a Punta Rieles, una cárcel a 14 kilómetros de la capital uruguaya. Hasta sus familias por momentos dudaron de ellas, y acabaron callando los abusos sexuales, sintiéndose culpables y traidoras.
“Los militares de mi país no torturan”, le dijo su padre a Brenda Sosa cuando la visitó por primera vez en la cárcel.
Creía “que era una prostituta, pensaba así. Te digo una palabrota: que era una puta. Me sentía que había fallado”, dice Amorós.
“¿Quién te iba a escuchar?, ¿con qué capacidad?”, reflexiona de su lado Anahít Aharonian. Esta exintegrante del MLN -hoy ingeniera agrónoma docente de 71 años, casada y madre de un hijo- recuerda que al término de la dictadura, en 1985, los hombres tomaron el protagonismo y convencieron a algunas mujeres de dejar atrás sus aportaciones.
“Ya está, ya vivimos, ya pasamos, no joroben más, a cerrar el capítulo”, dijeron sus familias, señala Aharonian.
Hay una narrativa muy masculina, lamentó Menéndez, de 66 años, separada y madre de dos hijas, en una entrevista una noche del invierno de 2019 en su departamento de Ciudad Vieja, el casco antiguo de la capital.
Estas mujeres, que por décadas no hablaron de esto ni con sus parejas, también esperan justicia por dos de sus compañeras que se atrevieron a denunciar y murieron en el camino.
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