Las protestas en toda Venezuela durante los últimos días han cobrado 26 muertos. Una desgracia total y, lo que es peor, el régimen de Nicolás Maduro sigue pertrechado gracias al único poder real que lo mantiene: el de la fuerza. Los muertos, si acaso no lo sabe el señor Maduro, serán sumados a la carga impositiva del derecho penal para serle imputables cuando deje el poder por la buenas o por las malas, esa es la inexorable consecuencia del realismo político como desenlace.
La fuerza del derecho deberá ser implacable con este señor, que solo le está trayendo más desastres al país, cuya gente está harta del estado de cosas donde la regla es la ausencia de un proyecto para salir del ostracismo en que se encuentra. Ya mismo si Maduro tuviera un haz de luz para recomponer su actitud y su conducta, igual no podrá ser exonerado de la fuerza del referido derecho penal y su final será del tamaño de lo que él, con su conducta, ha venido construyendo.
Pero mi reflexión no se agota en el futuro de Maduro que, finalmente, es lo que menos importa, sino el de los 31 millones de venezolanos que viven en la orfandad más grande de su historia. América Latina no está a la altura de las circunstancias.
Los países del ALBA, y otros dependientes de Venezuela vía Cuba, son en sumo grado responsables por omisión de la situación interna en el país llanero. Es verdad que los Estados piensan, y mucho, en sus intereses, pero estos nunca pueden ser superiores a los del propio bien jurídico máximo que es la vida humana en todas sus manifestaciones y lugares.
La indiferencia promueve la aparición de heridas y, como todo en la política internacional es cíclico, en algún momento estos países deberán responder por su actitud, la misma que hasta ahora no permite llegar a los 24 Estados miembros de la OEA que pudieran calificar la situación en Venezuela de ruptura del orden democrático y proceder a su suspensión, luego sanciones económicas y, finalmente, la caída por asfixia de Maduro.